Epílogo de Simón Esain para la edición electrónica del libro.
Quiero decirle que no hubo impedimentos frontales a causa de lo ya mencionado: el drama volvía a contener un cierto desmedro de incredulidad inquietante, y el testigo de cargo lo registraba a pesar de los desenlaces más desorbitados.

Informe para Emilia Ordaz, La Condición Efímera Néstor Sánchez
En cuanto a tapa, contenido del libro y su autor
Lo creativo se merece una revisada. A la obra creativa no hay de qué curarla.
Bajo la tapa u obturador, R. R. ha acumulado una serie de fotografías de la fauna ciudadana, rectilíneas del efecto a la causa, casos sobre cierto universo de paranoias, alienaciones y otras caras de la normalización humana. En concreto, de la urbana.
La ciudad es un aparato terrible. R. R. es un aparato urbano. Con propiedad aplica su pupila al tema. Descubre que el submarino es el océano. Una gota de tinta basta para mancharlo y R. R. echa a carradas. Fuerza el grotesco. Exagera la ajenidad del drama hasta desconmovernos.
La prosa de R. R. esqueletiza; nos descarna, como aquel cirujano malévolo cuyo estereotipo veíamos en algunas ‘series’ hoy radiadas. Saca para afuera versiones intestinas que mezcla a las ya estantes bajo el sol, la luna o las lámparas. Toma gente encerrada y la transparenta. Lo opaco pasa a ser reja, en el peor de los casos. Podemos creernos que el mejor de los casos queda afuera o espera en la vereda.
Como cualquier bicho urbano, R. R. se ubica. En la ciudad es así; si no te ubicás, te pisan. Cuando descubrimos a R. R. en su puesto, cargandosé de hombros, también tiene al descubierto sus ojos brillando como bisturí. R. R. expresa amor fraterno a la manera del como puede. Con el periscopio en la mano.
Lo subjetivo tañe, tañe y tañe la campana mundana. El mundo suena a alarma, a poética alarma, a príncipe loco, suelto.
Este mundo despierto al que R. R. saca fotogramas, pide a gritos una cura de sueño o un sueño que lo cure. Un sueño que lo cure o un sueño que lo cubra, como cuando un libro se cierra.
Primerizos comentarios
1 – La lente se aparta sobre soledades terribles y luego se cierra; como la gente. Ahí quedan los personajes, auxiliados por el cemento a contener su temblor irracional.
2 – El fotógrafo, o fantasma, cuenta a su favor con calles y puertas para asomarse a ellas, no para huir. Ya han huido las vidas ejemplares, los buenos amores y otros sueños. Esa ancianidad, esa otra ciudad añeja. Esta ciudad es nueva por sus técnicas.
3 – No voy a plantear dicotomías para referirme a estos relatos. Relativizando y graduando aquellas, podría resultar absolutizada la demencia. Todo un hallazgo innecesario.
4 – Por necesidad o accidente, somos incompletos. Nos completa lo que nos falta y somos paranoicos. Corremos a saltar la pared. Lo que falta nos obsesiona y lo que somos nos repugna. Pretendemos que vuelva el pasado y se repita para meterle mano. El tiempo no cura; la costumbre normaliza. Llega R. R.
5 – El hombre urbano ha aprendido que su cuerpo es un aparato, algo un poco bastante más complejo que otros aparatos. La paranoia es de los modos o monos elegidos por la mente para dominar al cuerpo aparatizado. Uno que le cae rival, reflejo como es de la impiedad externa.
6 – Aquí oímos a los locos razonar, hasta con pudor. Con el pudor que no les tenemos por creer que no se lo debemos. A falta de piedad, humor al menos.
7 – Se trata de una guerra a muerte. Guerra civil; muertos, heridos, mandos estratégicos, cuarteles conspirativos, esporádicamente peligrosos o humanos.
8 – Como planeta que ni fu ni fa va perdiendo su atmósfera, la ciudad se vacía a medida que crece. Qué loca, dejarnos tanto para llenarle mientras se agranda con nosotros.
9 – Los que no creemos en nuestra locura, la pensamos. Es imposible escapar de ese pensamiento, de ese buen síntoma. Como para intentarlo, nos fingimos tan cuerdos como una dosis. No hacerse este cuestionamiento ¿sería estar cuerdos o dosificados?
10 – El príncipe está loco; esa es la gran novela. Ser o no ser. Que si sos o te hacés. Sucintamente. Revagliáticamente.
11 – ¿Hallarle un modo de expresión a la demencia es conjurarla? ¿Es imprescindible? ¿Medir, medicar lo irremediable?
12 – En el mejor de los casos, cuando logramos reconocer nuestros defectos y errores, la mayoría se ha vuelto irreversible. No sólo nos sentimos monos, sino que la reja de la jaula se materializa en nuestras manos. Cuerdamente.
13 – Ni entonces R. R. sonríe. Los primeros cuentos crean como un universo de la paranoia; uno es quien sonríe y mira desde fuera. Pero en los segundos relatos se levanta otro telón. Había otro telón. Esta gente se detiene alrededor, nos reconoce. R. R. está hablando de nosotros. Detrás de los que nos miran, su mirada nos cobija. Nos mete en su zoológico. ¿A cuenta de una medicina preventiva?
Qué me pareció esta locura
El mundo es; no hay que hacerle. Lo primero que debe haber comprendido su creador, si lo hubo, es que implicaba el aburrimiento. Llegó el hombre y vino a ser, con el tiempo, rey de conjeturas y suposiciones. Fijensé que no deduzco: demencia en estado puro.
Fijensé lo aburrida que es la porción de presente que nos toca. Conjeturamos que el presente verdadero sucede a otras personas, en otro lado. Que la novela es posible. Cómo no creer en el Génesis.
Por su parte, el buen futuro murió. Suponemos que el futuro es malo pero el pasado es peor. El presente nos aburre porque es más grande que nuestra capacidad de entretenernos sin tiempo.
Poco es tan perdurable como la esquizofrenia. La llamada normalidad es alguien que pasa de largo por entre gentes rumbo a no se sabe qué. Seria cosa. A cambio, las manías llegan a instalarse en nosotros y a prepararnos para el retrato que nos harán. Lo peor de cualquier cosa comienza por su reiteración. ¿No lo sostenía Borges? ¿O era él, el sostenido? El giro la convierte en rueda. Ruedas que llenan la ciudad y musicalizan. Es preciso vehiculizar estas ruedas para que, en lugar de aplastarnos, nos lleven. Estoy tratando de echar por tierra las dicotomías.
Fabricado o indeseado, todo tiene un final. Sea un sosiego, una temporada de cordura, una dosis de tiempo espeso.
Me pareció que la locura da para mucho. Hasta para hacerle la prosa. R. R. pretende hacerle terapia a esa prosa donde tuvo enredada un montón de gente.
Me pareció que todos estamos enfermos. De verdad; ser como somos es una manía vergonzosa. Caernos simpáticos, parecernos mundanos, para que la manía se nos vuelva endémica.
Es patético que tanto demente no comprenda su demencia. Resultando, además, que resulta patético. También lo es que consista en ello uno de los pocos grandes dramas de la humanidad. Que la cuestión avance y se agudice a medida que avanzamos, lo es. Que seamos lo que no somos hasta reventar en el pimpollo de lo que somos, lo es.
Un proceso, es. Que ya no suena igual, que suena a varia cosa.
Sintomatología
El peor enemigo es el que vuelve. Hasta una persona cuerda puede entenderse, de pronto, prisionera de una noria. Enemigo interior, bomba de tiempo plantada por alguien cercano. En la ciudad se está al tanto de que todo es irremediable. Todo se sabe. No está loca la gente que habla sola por la calle; habla sola porque es sola.
Concurre el síntoma, cunde el desánimo. Pero nadie escapa. Cae la bomba como cae la luz.
No es raro que perdamos el cuerpo y nos arreglemos con pedazos, algunos recuerdos de cuando el cuerpo, entre otras cosas, era nuestro a través de otros cuerpos. Los caracteres se reconstruyen. Lo que otros entierran allá y aquí, acá busca la vista. A menudo es casi cuanto se ve.
El pasado es monstruo grande, pisa fuerte y reina en ese país que habitamos. Ese país que habitamos es adonde nos entierran. Aquí es donde nos enterramos nosotros mismos.
El presente es inmenso e imperioso como pocas cuestiones lo son, sin embargo, no podemos dejar de habitarlo en el pasado.
Por su parte, el loco nunca pone nombres; usa apodos inconvenientes. Elide. El maníaco no añora, vive su manía. En cualquier lengua, de cualquier edad, es peor que sí mismo; arrastra lo insepulto. Desde su cordura, R. R. también elide. ¿Acaso hay otro lado? Se refiere. Ve y señala. Hagasé cargo cada cual, dice con el espejo en las manos. Mire, entienda, cada cual. Tanto tememos ser nada más que cada uno.
R. R. nos ha ayudado a confesar. Si no le creemos podemos volver, a leer de nuevo sus fotografías.
Oremos
Cuando no podemos acariciar, agredimos. Cuando no podemos amar, odiamos. Quien no alcanza a ser libre se vuelve carcelero, de sí u otros. Sempiternos fracasados aspirantes.
A falta de animales sueltos en la ciudad, unos personajes se dedican a la interinidad. Referencias necesarias si pretendemos humanización también en el averno.
Somos fauna. A falta de piedad, humor. R. R. nos lleva de la manito a que miremos. No reflexiona. Espera que reflexionemos. Espera oírnos. Sus ojos brillan porque tiende el oído y escucha la tensa cuerda que sube y baja. Maneja una ventana. Sueña en el silencio, que un punto perdura, más allá de todo, donde somos completamente humanos.
Delgada línea que sube y baja, la cuerda de al lado, la cordura. ¿Se la puede tañer? ¿Se la podrá tañer? Tienta, como toda cuerda.
Es lindo oír una musiquita; sentirnos comprensivos, comprendidos… algo pío.
Simón Esain
Chascomús, Buenos Aires, la Argentina, octubre 2007
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Breves comentarios sobre ‘Muestra en prosa’
Carmen Hebe Tanco: “…sus tramas envolventes nos hacen partícipes de una serie de sucesos intensos. Hay destreza en la narrativa, sensibilidad, magia.”
Carmen Garbarino: “…ese lenguaje transparente, preciso y seguro, unido a la originalidad de los temas.”
Marcelo Juan Valenti: “¿Qué más decir que son pócimas de la locura y lo urbano?”
Simón Esain: “Sin duda es un libro espectacular, un paradigma temático. Uno ama cada uno de esos personajes, esa gente. ¿Eso es la gente? ¿Yo soy así? Dios no puede pretender estar cuerdo. No y no. Pero, ¿por qué aspirar a la cordura?”
Osvaldo Guevara: “Su libro es, por momentos, mareante. Humorístico y grave, desbordante y contenido, caótico y artístico, no da tregua al lector (al menos, a mí me ocurrió) con su acumulación de crónicas que proponen y escamotean, regalan y mezquinan; con su fragmentarismo de hechos y seres que logra globalizar un universo en el que el delirio y el absurdo se insertan sin perder cotidianidad ni verosimilitud. Percibí de inmediato aluvionales y provechosas lecturas: Kafka, Cortázar, Ionesco, Jarry, surrealismo, objetivismo…, por sólo citar las que se me representan como más evidentes. Lecturas a las que, por supuesto, no es ajeno el psicoanálisis. No sé si usted ‘domina’ el idioma, en el sentido ortodoxo, académico. Pero su relación con él es sorprendente. Usted trasunta variados ámbitos de la realidad, que lo han provisto de un exuberante arsenal lexicográfico. Al que agrega lo que sin rubores inventa. A todo esto, preguntará: ¿le gustó mi libro? Le respondo: me atrapó. Su personalidad literaria es poderosa, invasora. Un libro como éste sólo pudo escribirse en una ciudad así, como Buenos Aires, que lo da y lo niego todo, o casi todo.”
Jorge Leonidas Escudero: “Es un libro extraño, muy original y, por momentos, sorprendente. No termino de leerlo porque lo releo. Campea una visión teatral, aquí y allá, y la chispa reveladora que enciende gozo.”
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Muestra de textos incluidos en el libro:
Octava internación
Muy delgadita, parece púbera y, sin embargo, es mayor de edad. La madre la visita los miércoles, le lleva galletas de sémola y desodorante, ropa y la TV Guía, y cincuenta centavos de austral para que se compre una gaseosa en el bar de la clínica. Deambula por los corredores, va al parque, juega en la única hamaca y en verano, cuando hay agua limpia en la pileta y sol, se pone la malla y se sumerge. Esta es su octava internación. Conversadora, en un estilo a borbotones; simpática y con una voz que, si gritara, fácilmente llegaría al chillido. Si se la mira con persistencia, simula vergüenza: agacha y gira la cabeza, revolea los ojos, masculla y cuando uno sigue de largo, se recobra, contesta, inquiere sobre algún profesional que la haya atendido en otra época (“¿Hace mucho que no la ve a la licenciada María Eugenia?”) o sobre el signo astrológico de una mucama de la tarde, o induce a evocar cómo era la institución antes de las recientes modificaciones edilicias. A veces, correteando, se aproxima y descerraja: “¿Me da plata?” Se esfuma su ingenio cuando ceden las aristas deliroides y el cliché; se agazapa y desconoce pretéritas familiaridades.
Todavía no está por irse de alta. En la última salida hirió a su hermanito. Con un sacacorchos lo atacó delante del padre, quien a su vez la golpeó con los puños. Ella no menciona el episodio, desestima los moretones e insiste en interrogarme sobre asuntos fuera de lugar.
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Pares
El despertador suena a las cinco y media. Es de noche. No debo pensarlo dos veces, y no lo pienso. Enciendo la luz del velador. Me incorporo (si puede decirse que ese paquete abotagado y que ofrece sólo una contundencia marmota y atravesada, lo que hace es incorporarse), me desplazo hacia el aparato de radio (debajo del lavatorio, sobre un banquito que hubiera podido construir el tío Pacho, o bien, mi padre), manoteo la perilla que me sitúa en la raspante descarga eléctrica que da paso a la voz del locutor de mis matinatas laborales, me quito el saco del piyama casi sin respetar los tres botones ensartados en sendos ojales (no exactamente los simétricos), y lo cuelgo en la perchita colorada que hará nueve días pegué con Poxipol a una altura cómoda para el Increíble Hulk. Enciendo la luz con la mano izquierda mientras con la derecha abro la canilla que indica FR A. Surge el chorro con mayores ínfulas que si abriera la CAL ENTE, y similar temperatura a esa hora del alba, puesto que la caldera del edificio todavía reposa. Echo despabilante agua sobre párpados, mejillas e inevitables adyacencias, y me complazco con los buches. Cierro la canilla, malseco la superficie salpicante con la toalla que me regalaron, en estas navidades, los únicos que me saludaran por las fiestas, y en el espejo del botiquín escruto las marcas de dobleces de funda que surcan mi frente. Cuelgo la toalla, descuelgo el saco del piyama con el que retorno hacia la cama donde una mujer duerme su intenso despatarro, sobre cama y mujer arrojo la prenda, apago la luz del velador, regreso al baño.
Radio Municipal de fondo y bajito, ya higienizado y con mucho talco berreta en el área afeitada, lavo mi ropita con el jabón de tocador y la tiendo en la estropeada cuerda de nailon que cruza la bañera. Preparo mi desayuno y lo tomo. Lavo, seco y guardo los utensilios. Me visto, y depositando besos en quien no cesa de dormir y soñar conmigo o con su marido, de viaje, yéndome apago las luces y la radio y cierro la puerta de mi departamento. Son las siete.
Mientras bajo los modestos tres pisos por el ascensor y traspongo la puerta de calle, trazo mi plan. Pocos metros por Arenales, llego a Ayacucho. Por esa, una cuadra hasta Juncal. Por Juncal, otra, hasta Junín. Por Junín todas las demás, hasta avenida Las Heras, cruzando. Subir al ciento diez (a una cuadra de los paredones de la Recoleta) preferentemente no después de las siete y quince. En Kerszberg S.A.C.I. no debo firmar la planilla de asistencia después de las ocho. Ayer recorrí Arenales hasta Junín y por Junín seguí hasta la parada. El viernes, por Ayacucho fui hasta Las Heras y, por esa avenida, hasta Junín. El jueves, por Ayacucho llegué a Pacheco de Melo, una por esa y otra por Junín. El miércoles, por Ayacucho hasta Peña; por esa, una, y dos por Junín. El otro martes fue como hoy, doblé en Juncal, pero no caminé por las veredas pares.
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Nunca soñé
Nunca soñé con tres ojos que me escrutaran desde un pescuezo de jirafa. Que me escrutaran no sin dejar de entornarse alguno, alternativamente. Tres ojos y no tres pares de ojos de diferentes tonalidades. Tres ojos oscuros idénticos. Y que se posaran sobre mí sin benevolencia ni animosidad. Desde un pescuezo inconfundible, irreprochable. Desde una jirafa de la que pudieran pender arañas plateadas, moribundas, o exhaustas. Pendiendo como sólo penden lo esencial y lo sutil. Lo sutil exhausto, lo esencial moribundo. No estaríamos ellas y yo en un zoológico o en un ambiente no trastornado por el hombre. Pero yo no distinguiría el sitio, y hasta ese momento sería únicamente mis cuatro pintorescas narices, olfateando en vano, desasidas de cabeza reconocible. Yo consistiría, hasta entonces, en una pura memoria guiñolesca, afanándose por recuperarme. Sería, claro, una sustancia en su propia procura.
Nunca soñé con algo rubio gelatinoso aposentado sobre un punto cardinal. Ni me soñé punto cardinal sobre el que se aposentara determinada o indeterminada gelatinosa rubiedad.
Nunca soñé con escaleras derritiéndose sobre un valle de incienso. Dos mil ochocientos peldaños, sumando las sesenta y seis escaleras de fibra. Incienso que cubre todo el valle al que pertenezco desde mi primer sueño anotado en un cuaderno infantil. No estaría allí como ninguna de mis presencias mensurables. Y, sin embargo, me brindaría a derretirme.
Nunca soñé con hexágonos de piel humana impidiéndome apoderarme de la gracia. Es poco no haber soñado nunca con la gracia apoderada impidiéndome la humana piel de los hexágonos.
Nunca soñé con el antojadizo poder de cristalizar, seccionar y envasar un crepúsculo. Y darlo a consumir sin reparos. Antojo de consumición.
Nunca soñé con un espejismo, ni cóncavo ni convexo. Espejismo con el que hubiera podido restituírseme la gobernabilidad de mis sueños.
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Semblanza
Soy lo que soy desde que se murió mi mamá. Me sentía libre al principio, liberado. Me lo merecía. Mientras ella vivía fui un pelagatos. En la gran ciudad. No voy a revelar cuál era mi ocupación. En todo caso, digna. Mientras ella vivió, “el hijo de la sucia” me endilgaban. El eslogan dolía. Y dolía también el otro eslogan: “El hijo del vecino”. En referencia al quiosquero, el solterón de la casa de al lado. Y algo hubo, algo pasó.
En efecto, mi mamá no era propensa a la higiene. No era, tampoco, una mujer dada, que se pudiera decir, comunicativa. Estrictamente, gruñía en ocasiones. Yo le preguntaba: “¿Vino Isabel a buscarme?”: gruñido. “Mamá, ¿me hacés el nudo de la corbata?”: gruñía y me hacía el nudo de la corbata. Le comentaba: “Me aumentaron el sueldo”: gruñido. Y le proporcionaba una generosa porción de mis ingresos. Trabajaba yo doble turno y ganaba por ese turno doble el ochenta por ciento de lo que se me abonaba por el turno simple. Y aún me quedaba un ratito para darle algunos besos a mi novia de la infancia, la adorable, la resignada Isabel. Escasas emociones en los primeros treinta años de mi vida.
Ahora soy un trashumante, difusamente melancólico. De Isabel me despedí, apenas después de tomada la ruda resolución de vagabundear. A mi mamá la llevo en el espíritu a donde quiera que me traslade y con quien sea que me junte. Admitan en mi semblanza que la añoro. Tengo para mí que acabaré por hastiarme.
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