
Eduardo Mileo nació el 4 de julio de 1953 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, en la Argentina. Fue docente de Anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires en el lapso 1996-2005.
Por Rolando Revagliatti
Desde 1978 ha ejercido de corrector, jefe de correctores, coordinador editorial y editor de decenas de revistas, diarios y editoriales (“El Péndulo”, “Mutantia”, “Sexhumor”, “Ñ”; “Crítica de la Argentina”, “Página 12”, “Clarín”; Grupo Editor Latinoamericano, Ediciones de la Flor, Fondo de Cultura Económica, Sociedad de Bibliófilos Argentinos, Alfaguara, Taurus, Aguilar, entre otros). Fue jefe y secretario de redacción de las revistas “Juegos & Co.” y “Babel”, respectivamente.
Fue miembro del consejo editorial de la revista de poesía “La Danza del Ratón”. Obtuvo el Primer Premio de Poesía del Fondo Nacional de las Artes en 2001 y el Tercer Premio de Poesía del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires en 2014.
Con Gabriela Franco y Javier Cófreces fue antólogo y prologuista de “Última poesía argentina” (2008) y “Primeras poetas argentinas” (2009); con Javier Cófreces, lo fue de “Un palmar sin orillas” (poemas de Francisco Madariaga, 2009); y lo mismo, ya como único responsable, de la antología de poetas argentinos del siglo XX, década de 1990, “Otro río que pasa” (2011).

Ha sido incluido en “Una antología de la poesía argentina (1970-2008)” (selección de Jorge Fondebrider, 2008) y en “200 años de poesía argentina” (selección de Jorge Monteleone, 2010). Editó los discos “A boca de jarro” (2005) e “Irala, sueño de amor y de conquista” (2010) junto al compositor Raúl Mileo.
En 1991 se publicó su pieza teatral “Misa negra” (en coautoría con Alberto Muñoz). Entre 1982 y 2015 publicó los poemarios “Quítame estas cruces”, “Tiendas de campaña”, “Dos épicas” (en coautoría con Alberto Muñoz), “Puerto depuesto”, “Mujeres”, “Poema del amor triste”, “Poemas sin libro”, “Muro con lagartos”, “Poemas del sin trabajo”, “Los frutos del apetito” (en coautoría con Javier Cófreces), “Titanes” (en coautoría con Javier Cófreces y Alberto Muñoz), “Bestias pop” (en coautoría con Rafael Mileo) y “Tinta amniótica” (selección de textos de “Muro con lagartos”, Ediciones Pen Press, Nueva York, Estados Unidos).
Residís en el populoso barrio de Balvanera, pero naciste en el ahora más bien residencial barrio de Villa Pueyrredón.
EM — Y en una Buenos Aires muy diferente de la actual, más tranquila y solidaria. Veo aún la carreta con canastos de mimbre, sillas, plumeros, trastos de todo tipo. Veo los caballos abonando el pavimento, los adoquines afiebrados de sol, la fina hierba creciendo entre las piedras. Terrenos baldíos, como el ocio, enmascarados por el pequeño trajín público, los pocos vecinos, el olor de la noche con grillos y luciérnagas.
Parece mentira, pero esto sucedía en la ciudad hace cincuenta años. Ahora el paisaje es más vertiginoso: el elástico neumático reemplazó a la rígida rueda de madera; la fibra óptica cruza a latigazos el cielo ciudadano, las autopistas elevan su sordera sobre el bullicio.

Mi padre fue un obrero del vidrio, trabajador en la industria de los letreros de neón. Mi madre, un ama de casa, que había querido ser profesora de francés, pero terminó siendo modista, como quería mi abuelo.
Vi el desembarco del hombre en la Luna cuando era un adolescente que recién se iniciaba en los misterios del lenguaje, y en otros misterios no menos lingüísticos. Pero también desembarqué en la tierra cuando descubrí la injusticia, el abandono, la humillación. Desde ese momento luché contra esas formas lamentables de lo humano.
Me recibí de bachiller en el Colegio Nacional de Buenos Aires y comencé a estudiar Medicina. Aunque no llegué a recibirme, fui docente de Anatomía durante diez años en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, y también en la Universidad de Morón y en la Universidad Austral. Mi relación con la medicina siempre fue una suerte de amor postergado.
Tuve que dejar la carrera debido a la muerte prematura de mi padre (tenía 43 años cuando murió), y abandoné la facultad cuando la tristemente célebre dictadura militar de 1976 tomó el poder. Mucho tiempo después volví a retomarla, especialmente para estudiar Anatomía, materia que siempre me apasionó, y para dedicarme allí a la docencia: fui miembro del Departamento de Docencia y coordinador de la Escuela de Ayudantes de la III Cátedra de Anatomía de la Facultad de Medicina de la UBA.
¿Puedo nombrarte a Galeno, Aristóteles, Erasistratus, Andrés Vesalio, Leonardo da Vinci, Paracelso, Pedro Jaime Esteve, Eustaquio…?
EM — Sí, nombres, si bien disímiles entre sí, que tienen un común denominador: su dedicación a la ciencia, en especial a la ciencia médica. Siempre tuve un amor especial por esa profesión, a la que veo, con razón o sin ella, como altruista.
El “De humani corporis fabrica”, de Vesalio, debe ser uno de los primeros libros de anatomía publicados. Juan Valverde de Amusco, un contemporáneo suyo nacido en España, es también un destacado anatomista, autor de “Historia de la composición del cuerpo humano”.
Los dos tienen en común la presentación de disecciones como si se tratara de una puesta en escena: los cadáveres disecados están dibujados en poses teatrales, apoyados sobre tarimas en algunos casos, o sosteniendo su propia piel como si fuera un abrigo que acaban de sacarse. Artificios para burlar a la muerte, o para prolongar la dignidad del cuerpo vivo en el inerte.
Los más modernos son más realistas: el “Tratado de anatomía humana”, de Léo Testut, ya no ofrece esa visión, sino que se destaca por sus descripciones, de una minuciosidad extraordinaria. Es notable, pero su relato te hace ver los rincones más recónditos del cuerpo en tres dimensiones. La “Anatomía de Gray” está en la misma línea, pero se actualiza constantemente, agregando los últimos descubrimientos en histología o en fisiología, especialmente en el apartado de neuroanatomía.
“Tiendas de campaña”, de 1985, según leo en la contratapa, “está basada formalmente en la unidad de los cuatro libros que contiene: ‘Ánforas’, ‘El fuego circular’, ‘Címbalo natal’ y ‘Personas de la sombra’”.
EM — 1984 fue un año de gran producción poética en mi vida. Llevaba una carpeta de cartón, de las que tienen forma de caja y se cierran con un elástico, llena de hojas A4 con poemas, más de quinientos. De esa hipérbole productiva salió “Tiendas de campaña”. Los poemas profesan estéticas diversas y por esa razón fueron agrupados en cuatro libros.
Allí ofician como partes de uno solo. Parece que la estrechez económica propende a la unidad. “Ánforas” está compuesto por trece grupos de dos poemas cada uno titulados con números romanos: un poema en página par desarrolla un estado de acción, el modo en que un personaje se enfrenta a su realidad en varias situaciones existenciales; el otro poema, enfrentado en página impar, es una suerte de haiku que sintetiza la acción.
“El fuego circular” contiene poemas que navegan en una angustia erótica. El cuerpo se despedaza y vuelve a juntarse en un movimiento ondulante. Las aguas se agitan, se calman, son una y varias en el vaivén.
En “Címbalo natal”, la infancia duerme su larga siesta vigilante: el espejo de la paternidad nos refleja, y en los hijos por venir somos nuestros padres que están a punto de tenernos. “Personas de la sombra” trata de la imposibilidad de nombrar; las cosas escapan de las palabras y éstas se ven obligadas a inventar el mundo.
En líneas generales, mi primer libro, “Quítame estas cruces”, respondía a la necesidad de enfrentar una época de absoluto oscurantismo, como fue la de la dictadura militar de 1976-1983. Son textos generalmente más largos, más crípticos; gritos que buscan su cuerpo para actuar.
“Tiendas de campaña” emerge de esa época y es un cuerpo fragmentado en el tiempo y el espacio, y también —por qué no— mutilado. Un cuerpo que, como el de Túpac, apunta sus miembros deshechos a los cuatro puntos cardinales. Una pregunta que se responde en silencio.
Compartamos con nuestros lectores, Eduardo, del prólogo a “Dos épicas”, su demoledora frase final: “En una época sin ética las virtudes no se celebran: se padecen”.
EM — Un sistema cuya ética es la maximización de la ganancia no puede sostener los valores que su propia clase dirigente —la burguesía— dice cultivar: libertad, igualdad y fraternidad. La burguesía es una clase que dejó de creer en sí misma. En una sociedad explotadora la virtud sólo puede funcionar como ironía o como hipocresía.
“Dos épicas”, informemos, está constituido por tu libro “Cangas de Narcea” (“pretende ser un poema épico cuyo héroe es el paisaje”) y por el titulado “La caza del puma”, de Alberto Muñoz.
EM — “Cangas de Narcea” es un tributo a mis abuelos maternos, asturianos los dos. Es un largo poema en prosa construido por fragmentos que relatan la vida de varios personajes en un pueblo de campesinos. El paisaje tiene una importancia central en el poema y actúa sobre los personajes como uno más.
En territorios de escasez, el paisaje, la naturaleza —y la relación que se tenga con él/ella— puede determinar la vida en todos sus aspectos. “Dos épicas” fue el resultado, como también dice el prólogo, de la necesidad: para alguien que vive de su trabajo, publicar no es sencillo, pero si se juntan dos voluntades —y dos amistades— resulta, además, placentero.
En 1989 grabaste un casete que yo oí no menos de cinco o seis veces: “Mujeres”. Recitabas poemas del libro que aparecería un año después (y que tendría segunda edición en 2005).
EM — Ese casete fue editado junto con otros dos: “Historias de la gran boa”, de Javier Cófreces, y “Lo que sale una trompeta”, de Alberto Muñoz, que es un radioteatro. El título, “Mujeres”, que es también el de uno de mis libros, se debe a que, en ese casete leo, fundamentalmente, poemas de ese libro. Siempre me interesó la lectura de poesía en voz alta.
La tradición oral de la poesía se mantiene, aún hoy, en muchos sitios en Buenos Aires. Es sugerente que, a pesar de que los libros de poemas tienen una venta fantasma, los ambientes de lectura se mantengan e, incluso, se multipliquen. Hay algo en la presencia, en la voz, en el ritual de la palabra compartida, que impulsa a la reunión.
La primera edición de “Mujeres” es de 1990. En 2004 escribí los poemas que se agregaron a la segunda edición. Fue un hallazgo comprobar que podía recuperar el tono de aquellos poemas sin esfuerzo. Hoy creo que podría agregar poemas a ese libro en cualquier momento: ese tono está grabado en mí, ha dejado una huella indeleble.
La edición que yo tengo de “Mujeres” (1990) cuenta con un no anunciado, ni en tapa ni en ninguna página, y por lo tanto inesperado epílogo —“Sonrisa del doblez”—, excelente, de Reynaldo Jiménez. Él afirma, por ejemplo, que tu poesía “se hace abstracta por irradiación de su hiperrealismo”.
EM — Reynaldo Jiménez es uno de mis poetas preferidos. Generosamente, escribió ese epílogo al libro. Además de un gran poeta, es un crítico agudo, con una visión muy personal de la poesía, que se manifiesta también en su propia producción poética. Esa afirmación es desconcertante, pero sólo superficialmente.
Cada poema del libro propone una minibiografía de una mujer, pero en su totalidad podría ser leído como varias situaciones en la biografía de una sola mujer. El lenguaje es sintético y puntual, enfocado siempre a un lugar preciso. Eso podría ser el hiperrealismo que ve Reynaldo. Pero esos caracteres aislados se proyectan, irradian, generalizan en su particularidad: uno puede ver en todas esas mujeres a una sola.
No lo encuentro en mi biblioteca, pero lo he leído (no sin dificultad), el libro “Misa negra”.
EM — Esa obra teatral, te comento, estuvo en cartel dos años seguidos en el teatro Babilonia, de nuestra ciudad. Es una obra que creamos Alberto Muñoz y yo. Los textos —salvo una escena— son míos. Alberto compuso las canciones de la obra y la dirigió.
No es sencillo escribir teatro, y si se trata de un teatro que no es lineal, algunos de cuyos personajes son pensamientos de un personaje que es mudo, la dificultad crece; y crece más todavía si hay música y canciones que no pueden ser trasladadas al texto.
El libro “Misa negra”, entonces, es la transcripción de los textos de la obra, con indicaciones didascálicas que guían al lector sobre los movimientos en la escena. A mí, personalmente, me cuesta mucho leer teatro. Me pierdo fácilmente; tengo que volver una y otra vez para recuperar quién está hablando.
Dos espectáculos has presentado con tu hermano, Raúl Mileo, compositor: “A boca de jarro” e “Irala, sueño de amor y de conquista”.
EM — En muchas oportunidades en Capital y en otras localidades del país: nos presentamos en Pergamino (provincia de Buenos Aires), Paraná y Concepción del Uruguay (Entre Ríos), Villa Mercedes (San Luis), General Pico (La Pampa), entre otras.
El CD “A boca de jarro” está compuesto por canciones de amor, muchas compuestas enteramente por Raúl, y otras con letra mía y música de él. “Irala, sueño de amor y de conquista” es una obra integrada por un CD y un libro, que, tomando como idea central la conquista española en América —Domingo Martínez de Irala fue miembro de la tripulación que fundó por primera vez Buenos Aires junto a Pedro de Mendoza—, metaforiza la conquista en general: de tierras, de objetivos, amorosa…
¿Y el grupo poético La Epopeya, que integraste junto a Alberto Muñoz y Javier Cófreces?
EM — La Epopeya fue una intensa y muy interesante aventura. La idea del grupo era promover la poesía fuera del ámbito del libro; se podría decir: sacar la poesía a la calle. Con el grupo fue que grabamos los casetes de poesía, que se presentaron con un espectáculo en la antigua librería Gandhi —en la calle Montevideo—.
En ese “show”, para el cual hicimos afiches que pegatinamos en la calle Corrientes cuyo eslogan era: “La dejaron en cinta”, utilizamos vestuario de distintos personajes: Javier, de cura; Alberto, de pirata, y yo, de torero. Después de esa experiencia, montamos otro espectáculo con poemas teatralizados en Oliverio Mate Bar, que se tituló “Aleluya”. El grupo no duró mucho, pero nos divertimos bastante.
Volvamos a Muñoz: ¿llegaron él y vos a concluir la escritura de “Robacabayos”, título previsto para una novela que encaraban en los noventa?
EM — No. Esa novela fue una experiencia muy novedosa. Escrita a cuatro manos. Nos juntábamos en la casa de Alberto, yo en la máquina de escribir —no teníamos computadora—, e íbamos construyendo situaciones y diálogos.
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Llegamos a escribir muchas páginas, pero nuestra imaginación divergía en paralelismos, se distraía con pormenores, derivaba en digresiones múltiples. Se podría decir que no tenemos una cabeza novelesca. Nuestra cabeza es poética.
Es al autor de ese único extenso “Poema del amor triste” a quien le pregunto: ¿qué otros poemarios constituidos por un único texto, y de escritores de cualquier época y latitud, recomendarías?
EM — “Fábula de Polifemo y Galatea”, de Luis de Góngora; “Los cantos de Maldoror”, de Isidore Ducasse; “Altazor”, de Vicente Huidobro; “Hospital Británico”, de Héctor Viel Temperley; el “Martín Fierro”, de José Hernández; “Canto a mí mismo”, de Walt Whitman; “Carta a mi madre”, de Juan Gelman… Evidentemente, la lista podría alargarse, pero para empezar ya está bien.
“Zoo de la nueva poesía” es el subtítulo de esa revista fundada en 1981 y que se tituló “La Danza del Ratón”, dirigida inicialmente por Javier Cófreces y Jonio González. Te invito a que nos hables de ella, de su propuesta, y que la describas para quienes no la han conocido.
EM — “La Danza del Ratón” tuvo veinte números. Su última edición fue en el año 2000. Jonio emigró del país en 1982, de modo que la dirección de la revista quedó en manos de Javier. Él fue el alma y motor de la publicación. Yo colaboré con él: corregía las ediciones y escribía algunas cosas.
En líneas generales, la propuesta de la revista era el rescate de los poetas ignorados por los medios, con especial acento en los creadores del interior del país. Fue así que “La Danza…” impulsó el conocimiento de Jorge Leonidas Escudero o Juan Carlos Bustriazo Ortiz, entre otros, que ahora son poetas de culto.
La revista no tenía una estética cerrada, no representaba a ningún movimiento o grupo estético. Si tuviera que arriesgar una definición, podría decir que era el medio de difusión de los marginados, que, tratándose de poesía —el género literario paradigmático de la marginación—, no es poco.
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