Paulina Juszko: “El amor es volátil porque no se basa en la estima”
Paulina Juszko nació el 18 de febrero de 1938 en La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, y reside en Villa Elisa, localidad del aglomerado urbano Gran La Plata, Argentina. Cursó los profesorados de Letras y de Francés en la Universidad Nacional de La Plata, sin completarlos. Se desempeñó en tareas docentes: asistente social (Dirección de Psicología y Asistencia Social Escolar), profesora de francés (Alianza Francesa de La Plata) y traductora.
Entrevista realizada por Rolando Revagliatti
Colaboró en diarios y revistas de su provincia, ha sido incluida en antologías e incursionó en radio como columnista o co-conduciendo en varios programas. En francés y en castellano dictó conferencias y participó como ponente en Encuentros y Jornadas de Escritores. Coordinó talleres y mesas de debates, integró jurados en diversos concursos y ha sido traducida al italiano y al ruso. En 2006 recibió el Premio Virtud a la Ética, el Trabajo y la Solidaridad (Ministerio de Desarrollo Social de la Nación – Fundación “Principios”) y en 2009, en ocasión del Día Internacional de la Mujer, la distinción Mujer Destacada de Villa Elisa (Delegación Municipal). Publicó dos poemarios: “Poemas del Yo dios” (1957) y “Chant posmoderne” (1990, en francés); tres novelas: “Te quiero solamente pa bailar la cumbia”(Ediciones de la Flor, 1995), “Esplendores y miserias de Villa Teo” (Ediciones Simurg, 1999; Tercer Premio de Novela 1998 del Fondo Nacional de las Artes) y “El año del bicho bolita” (Editorial Dunken, 2008); un volumen de ensayo: “El humor de las argentinas” (Editorial Biblos, 2000); y una obra de carácter testimonial: “Vivir en Villa Elisa” (Libros de la Talita Dorada, 2005; declarada de Interés Cultural por la Municipalidad de La Plata).
1 — Ciudades bonaerenses y muy próximas entre sí, las tuyas.
PJ — Infancia en Berisso, juventud en La Plata y madurez en Villa Elisa. Soy hija de inmigrantes procedentes de la aldea de Zuchowicze (en la actual Bielorús). Fallecieron poco después de llegar a Berisso. “Mis orígenes se remontan a la sal:
saladeros de don Juan Berisso y lágrimas. La sal conserva, saboriza, alivia y desinflama; pero también corroe, esteriliza y mata. Lágrimas de desarraigo de nuestros padres, lágrimas que aumentaron la salinidad del mar para convertirse en nostalgia al desembarcar. Disueltas en el río de orilla fangosa y llena de cangrejales… Fue cuando empezó a manar, dulce y salobre a la vez, el silencioso canto del trabajo.” En un texto titulado “Beribel” —que se publicó en la revista de la Asociación de Entidades Extranjeras en ocasión de la 23ª Fiesta Provincial del Inmigrante (octubre/2000)— yo comparaba a Berisso con la torre de Babel: “También fue un intento de tocar el cielo con las manos. También fue abatido al cerrar los frigoríficos Swift y Armour. Pero ellos sobrevivieron, agarrados con uñas y dientes a las ruinas. Habían aprendido a entenderse pese a la multiplicidad de lenguas. Eso y una extraña pertinacia, aunada a un extraño amor, les permitió reconstruir y reconstruirse. Entonces Él —que es versátil— los premió con nietos que hablaron todos el mismo idioma.”
En cuanto al lugar donde ahora habito, mi “petite patrie” de adopción, alguna vez lo describí así:
“Villa Elisa agreste, desprolija, barrosa. Te salvan
tanto cielo magrittiano
tantos trinos
tanto susurrar de frondas
tantos zumbidos en el aire de verano
tanta frescura de brisa en la piel recalentada
tantos perfumes en las noches quietas
tanta densidad de silencio en las mañanas.”
La Plata, esa ciudad geométrica, nunca me inspiró un sentimiento profundo. A Berisso de chica lo odiaba porque me parecía feo, a Villa Elisa aprendí a quererla con el tiempo, pero La Plata me parece una ciudad muy “careta”. Aunque se me identifica sobre todo como escritora platense.
Me considero un producto de esa inmigración que no consiguió hacerse la América y ni siquiera vivió lo suficiente para contarlo, una self made woman en todo sentido —material y espiritual—, y un exponente acabado de la decadencia finisecular.
2 — ¿Pecados, virtudes, adoraciones, odios…?
PJ — De los pecados capitales los tengo todos menos dos (les dejo la inquietud de adivinar cuáles me faltan). Me adornan pocas virtudes: lucidez, amor por la justicia, generosidad, valentía, fidelidad, perfeccionismo, puntualidad; en cambio, los defectos pululan en mí: soy colérica, gruñona, peleadora, impertinente, brusca, altanera, ambiciosa, eternamente insatisfecha… Alguien dijo (creo que fue Balzac) que el peor de todos los defectos es no tener ninguno.
Amo la belleza, la inteligencia, el humor, la elegancia, los viajes, las piscinas, la siesta, la lectura, los jardines, el buen vino, los perros… Adoro a mis mascotas, las dos perras Bubú y Nana y el gato Kuro. Odio la reiteración, los koinós topos, la parlalpedo, el lenguaje altisonante, el sentimentalismo barato, la moralina, la mentira, las películas de acción, el fútbol… Cultivo numerosas manías, como repetir hasta el cansancio alguna palabreja o nombre que se me ocurre al despertar o dar vuelta las galletitas para que presenten todas el anverso.
Soy un ser esencialmente solitario, pero no me disgusta socializar de cuando en cuando y alguna vez escribí al respecto: “A veces me canso de mi vida de loba y me pongo la piel de cordera para asistir a sus ágapes. Al principio sus balidos me resultan interesantes, armoniosos y tan correctos, nunca una nota más alta que la otra: las bondades del corral, los premios obtenidos en las exposiciones, la calidad de ciertas pasturas, las delicias ovinas del amor, de la procreación… Escucho pacientemente, pero no puedo balar. Mi desasosiego crece, me pregunto qué pasaría si de pronto lanzara un aullido, uno solo, largo y desesperado. Si abriera una boca llena de dientes carniceros para aullar mi soledad, mi rabia, mi dolor. Las imagino desertando la mesa, huyendo despavoridas, en desorden, con balidos horrorizados pero literarios al fin, siempre con altura, con elegancia. Con ese savoir faire que una loba sin manada nunca podrá tener.”
Descreo del amor de pareja, donde siempre hay uno que quiere fagocitar al otro. Suscribo a lo que piensa Susan Sontag: es una ficción esencial, una danza más del ego solitario. Sólo tocamos “la envoltura de un ser cuyo interior accede al infinito” (Proust, “La prisionera”). Amé a varios hombres —evidentemente nadie escapa a la ley natural—, pero si hago el balance, hubo más pena que gloria. Mi matrimonio con un pintor duró muy poco. Priorizo actualmente otros sentimientos que me parecen más humanos: la solidaridad, la estima, la amistad. El amor es exclusivo, totalitario, exigente, lleva a excesos que después lamentamos. Y es volátil porque no se basa en la estima.
No quise tener hijos porque, como dice un personaje de Balzac, “no aprecio lo suficiente la existencia para hacerle ese triste presente a un semejante” (“El cura de pueblo”). Soy atea y tengo una visión pesimista de la naturaleza humana; otro escritor francés que cultivaba el más negro pesimismo, Anatole France, aceptaba que pudieran existir en algún mundo desconocido seres más malvados que los humanos, pero eso le resultaba prácticamente inconcebible.
El momento más decisivo de mi vida fue aquel en que contemplé —teniendo siete u ocho años— la tapa del “Billiken” donde una niña miraba la misma tapa: la noción del infinito, como un siniestro alfanje, me abrió la cabeza en dos; todo perdió brillo, mi cielo se nubló para siempre. Esto se agravó más tarde con la pérdida de la fe religiosa. Soy una marginal que no logró salir de la edad de los porqués y sabe que no hay ninguna respuesta.
Desde muy pequeña me fascinó la palabra escrita; comprender cómo se unen las letras para formar palabras fue un deslumbramiento, la adquisición de la lectoescritura un segundo nacimiento, el más importante. Desde entonces soy lectora compulsiva. Una de las cosas que contribuyeron a abrirme la cabeza fue un cuento cuyo título se me olvidó (¿“La princesa de los gansos”?) y donde una joven —por motivos que tampoco recuerdo— usaba una horrible máscara; un día, creyéndose sola, se la quita y, en lugar del rostro de la “zafia lugareña”, aparece el de una bellísima dama. Más allá de lo insólito que podía resultar ya a mi edad el hecho de afearse voluntariamente —sobre todo tratándose de una mujer— lo que quedó grabado en mi mente con caracteres indelebles fue la expresión “zafia lugareña”, que superaba mi vocabulario infantil y tuve que buscar en el diccionario. Esas dos palabras fueron mi llave de ingreso al mundo de la literatura. ¿Así que las cosas podían decirse de distinta manera y había formas mejores que otras…? Porque comparando “tosca campesina” y “zafia lugareña” no cabía la menor duda: me quedaba con la última. No hubiese sabido explicarlo, sonaba más lindo, algo así como los versos. ¿Intuía ya que la literatura es un modo de existencia, que el lenguaje no se limita a reproducir el mundo, sino que puede producirlo?
Soy una gozadora nata. Una gozadora amargada, carente de muchos de los placeres a los que aspiró y aspira. De naturaleza indolente y condenada a una vida de laboriosidad, actualmente puteo contra el menor esfuerzo físico, tiendo cada vez más a la catatonia. Me resulta intolerable la obligación, la presión para hacer algo, aun viniendo de mí misma. No hay lujo comparable al del tiempo que se pierde: hacer un paro total de actividades cotidianas para vagar sin un propósito definido por la casa o el jardín, enderezando un cuadro aquí, cortando una flor seca o una rama desangelada allá, viendo si brotaron las semillas, jugando con las perras…¡qué delicia! Ese tiempo que no empleo en nada preciso, que se me va en pavadas, es en fin de cuentas el mejor empleado, el más rendidor, ya que me brinda más felicidad. ¿Necesito la mente vacante, un estado vecino de la animalidad, para rozar por instantes la beatitud?
No puedo comprender a los viejos fanáticos del laburo; por lo general es una tapadera, una manera de escapar del vacío interior, una forma de desperdigarse. Y si realmente amamos nuestro trabajo durante muchos años, ¿no llega un momento en que debemos descansar, recogernos, sumergirnos en nosotros mismos buceando en busca de ese yo profundo del que hablaba Proust?
3 — Proust.
PJ — Es uno de mis favoritos, me gusta su estilo, sus parrafadas laberínticas, incluso su côté cholulo. “En busca del tiempo perdido”, su obra cumbre, no es una reivindicación de la memoria, sino una lucha denodada contra el tiempo y un intento de hacer universales las experiencias personales. La memoria nos pinta un cuadro convencional del pasado, mientras que ciertos incidentes reencontrados, ciertas sensaciones pasadas (el sonido de una campanilla, el gusto de una madalena, un desnivel del pavimento…) nos permiten comprender la verdadera esencia de los hechos, personajes y circunstancias que los originaron, y acceder a las causas profundas analizando lo que tienen de idéntico ambas situaciones —la pasada y la presente—, fusión que implica una abolición del tiempo transcurrido: son instantes de eternidad que se le arrancan al devenir. Adhiero a su concepción del arte, “que va más allá de la nada en que se diluyen el amor y los placeres”. El amor propio, las pasiones, la inteligencia y el hábito nos ocultan el verdadero sentido de las cosas poniéndoles nombres (las “nomenclaturas”) y fines prácticos para conformar lo que falsamente llamamos vida; el arte debe trabajar en sentido contrario: vuelta a lo profundo, rescate de lo desconocido en nosotros mismos.
4 — ¿Lo más real?
PJ — Mis momentos más reales los viví en el mundo de la literatura. Siempre me sorprendió el empeño de la gente por ubicarte en eso que llaman “realidad”: “Pisá la tierra – Sé realista.” ¿Era más gratificante eso que la ficción o la fantasía? De ninguna manera. Antes de leerlo, ya pensaba como Proust que la verdadera vida, la vida por fin descubierta y dilucidada —la única que vale la pena— está en la literatura. Ingmar Bergman dudaba que hubiera en la vida más realidad que en sus obras. ¿Y no decía nuestro Macedonio [Fernández] que “los estados de vigilia son, en su mayor porción, más débiles y menos emocionantes que los del sueño […] el cotidiano vivir es en su casi totalidad lánguido y débil, inimportante”? Yo comprendía —aunque confusamente al principio— que había nacido para “espectadora”, para dar testimonio, que no servía para vivir esa realidad de los demás: un desdoblamiento inconsciente, esa impersonalidad apasionada que, según Romain Rolland, es propia de los artistas, impidió que me implicara seriamente en las acciones que exige la realidad. Luego, por supuesto, tuve que fingir que la asumía y desarrollar diversas actividades para ganarme el sustento. “Tomé el pliegue” —como dicen los franceses— pero no pensaba más que en desplancharme y siempre tuve la sensación de estar jugando a ser un adulto. Encontré en “Los Thibault”, novela de Roger Martin du Gard, un párrafo que tiene que ver con esto último: “Cada uno de nosotros, sin otra finalidad que el juego (por más lindos pretextos que se dé), dispone según su capricho, según sus capacidades, los elementos que le proporciona la existencia, los cubos multicolores que encuentra a su alrededor al nacer… ¿Y tiene realmente mucha importancia si logra construir más o menos bien su obelisco o su pirámide?”.
En este sentido, alcanzar la edad de la jubilación significó una resurrección: poder volver a “mi mundo”, reintegrarme a mi verdadera personalidad después de tantos años de dispersión esquizoide; como la protagonista de “La araña” de Clarice Lispector, yo “no había llegado a ningún punto, disuelta viviendo”. Fue lo que para otros la iluminación religiosa: en determinado momento de la vida todo se soluciona, encuentra su sitio, aparece el verdadero sentido. Reconcentrarme, pensar en serio o divagar… y escribir. Agarrarme a la cola del tiempo. Acariciarle las orejas sedosas a mi perra murmurándole “¿lita nonó la sunata?”, mientras dejo vagar perezosamente la mirada entre las paredes de un foso de verdura. Ningún espacio blanco en una planilla espera ominosamente mi firma, entrada y salida. Ningún jefe que no logró cagar esa mañana piensa hacerlo sobre mi desprevenida humanidad. Soy mi directora, mi patrona, mi reina.
5 — En el “Petit Théâtre” de la Alianza Francesa de La Plata has dirigido piezas teatrales.
PJ — Hicimos obras de Georges Feydeau, Alfred Jarry, Boris Vian, Eugène Ionesco, entre otros autores; también espectáculos de café concert, teatralización de fábulas de La Fontaine y textos de La Bruyère (clásicos del siglo XVII), siempre en francés. Yo hice las puestas en escena y dirigí el grupo de alumnos y ex alumnos de la institución entre 1970 y 1992. Pero ya antes había actuado en ese teatro vocacional, que ya no existe. Fue por iniciativa propia que formé un grupo y empecé a dirigir, y siempre lo hice ad honorem. Presentábamos una obra cada año. Los ensayos significaban un gran esfuerzo para todos, porque sólo podían hacerse después de las veintidós horas y también los domingos, debido a las diversas actividades que desarrollábamos. Era muy difícil reunir a los actores, sobre todo cuando la obra tenía muchos personajes; yo me enojaba cuando faltaban, era una directora muy exigente, pero sólo gracias a una férrea disciplina esta actividad pudo prolongarse durante tantos años. Aclaro que en ese entonces yo tenía dos trabajos, así que los días de ensayo volvía a mi casa a las dos-tres de la mañana ¡en micro! Y también debía ocuparme de conseguir gente de buena voluntad para la iluminación, el sonido, el decorado…; a cuántos amigos molesté pidiéndoles muebles prestados… Pero era muy gratificante y el sacrificio había valido la pena cuando la obra se daba y todo salía bien. ¡Qué tiempos aquellos! Ahora me parece imposible haber hecho tanto por amor al arte.
6 — Ya que integraste la redacción de la revista de humor platense “La Gastada” durante un par de años —1996-1997—, podrías describírnosla y contarnos qué es el “humor platense”.
PJ — “La Gastada” fue una revista del Grupo B.A. Comics, promovida por la Facultad de Bellas Artes de la UNLP. Yo me integré al staff poco después de su creación y colaboré en ella hasta su desaparición por motivos económicos, como sucede con la mayoría de las revistas. La dirigía el dibujante Carlos Pinto y colaboraban, entre otros, Raúl Fortín, Ricardo Blota, Leo Bolzicco, Eduardo Lemos, Fabricio Frizorger, Diego Aballay… Ahí conocí a los humoristas Andrés Vendramín (André) y Leandro Devecchi, que fueron luego, conmigo, co-autores de “Criadero de cocodrilos”, sátira de la actualidad política y social argentina de fines del siglo XX y comienzos del XXI, con ilustraciones humorísticas.
La revista se autodefinía como “humor platense de exportación”; el acotamiento “platense” se refería tanto a la procedencia de la gran mayoría de sus colaboradores como a la naturaleza local de muchos temas abordados. Yo surtía una sección feminista, otra de postales de la Argentina y una columna de perlas negras (absurdos generados por el mal uso del idioma en los medios). Algunos títulos de mis notas: “¿Lo manyás al hombre light?”, “De guapos, malevos y otras (malas) yerbas”, “Discriminaciones lingüísticas”, “¡No nos pisen la víbora, muchachos!”, “Histeriqueando”, “Cuentos clásicos para niñas feministas”… Yo era la única mujer en la revista y se me trataba con toda naturalidad, como un compañero más. Disfruté mucho esta experiencia.
7 — Al menos una vez vi y lo escuché recitando —en 2001, en un Ciclo que yo conducía— al poeta platense Mariano García Izquierdo (1935-2006). Y vos fuiste columnista de su audición semanal “El Firulete”, en una FM de Berisso. ¿Cómo lo recordás a él y a su poética?
PJ — Buen poeta y buen amigo. Recuerdo la frondosa glicina y su pequeño cuarto de trabajo en la casa de City Bell. Así como su entusiasta colaboración con diversos emprendimientos del Centro Cultural “Difusión” de Berisso: el libro “Escritos y escritores de Berisso” (2000), la revista mensual “Dando la nota” y la radio. En 1999 tuve el placer de presentar un libro de Mariano: “Dulce Babushka”, poéticas postales de su infancia berissense; cito algo de lo que dije en esa ocasión: “¿Es Mariano el pibito que llora al comprender que no vivirá con ellos el constructor de su casa, que le hacía ver animalitos en los desechos de madera? ¿el que descubre las diferencias entre nenas y nenes a través del alambrado que lo separa de su vecinita rubia? ¿el que fuma zarzaparrilla en un bote? ¿el enamorado de Paulina Singerman? ¿el que se sueña abuelitas eslavas? ¿el que asiste a los dramas de esa bizarra y heterogénea humanidad que encontró su caldo de cultivo en la atmósfera del Berisso de los años 40? Todos son Mariano y Mariano es todos.” ¿Y qué mejor manera de recordarlo que a través de sus versos?:
No monta en el viento
ni lo desparrama la lluvia.
No lo deslizó la mansedumbre del río
ni lo puede prestar un sueño.
(de “El amor que no se dio”)
8 — Busqué y encontré en mi biblioteca un ensayo tuyo —publicado en el nº 3, 2005/2006, de la Revista “El Espiniyo”— titulado “Poesía y Humor”.
PJ — Como soy muy propensa a utilizar en mis escritos la ironía, el sarcasmo y el humor negro, y considero que el humor es catártico, me puse a investigar sobre el tema. El primer resultado fue mi ensayo “El humor de las argentinas”, donde hablo de las mujeres que colaboraron en diarios y revistas argentinos haciendo humor gráfico y escrito; el segundo, otro ensayo (aún inédito): “La cocina del humor”, donde analizo los procedimientos del humor literario (con ejemplos desde Aristófanes hasta Roberto Fontanarrosa) y los diversos tipos de humor según la temática (negro, blanco, rojo, amarillo) y según el país (judío, inglés, argentino). Este último trabajo, que podría resultar muy útil en los talleres de escritura con humor que se pusieron de moda recientemente, no despertó sin embargo el interés de ningún editor.
9 — De los varios títulos de las conferencias que has realizado en los últimos cinco lustros voy a elegir uno, el de la que me agradaría estar leyendo: “¿Por qué las heroínas de novela son casi siempre jóvenes?” Paulina: ¿Por qué las heroínas de novela son casi siempre jóvenes?…
PJ — Te resumo aquí mi planteo. Desde tiempos inmemoriales la mujer es representada como un instrumento erótico y reproductor, y el varón como generador de pensamiento y acción. Para que resulte atractivo, el argumento de una novela o un culebrón no puede dejar de lado el ingrediente erótico y este pathos está encaminado a la reproducción de la especie. ¿Y por dónde entra Eros? En primera instancia por los ojos. En el reino animal la naturaleza engalana generalmente a los machos para lograr su fin, mientras que entre los humanos resultó favorecida la hembra. Y es en la juventud cuando ésta encarna plenamente los cánones de belleza que rigen desde el comienzo de los siglos, kilito más o menos. Pasada la edad de la pasión, la mujer pierde todo glamour, tanto en la literatura como en la vida real, y de los roles de protagonista desciende a los de reparto; con la madurez adquiere una cualidad de transparencia que suele acentuarse hasta la invisibilidad.
Es cierto que en la segunda mitad del siglo XX, gracias a la cirugía y a múltiples tratamientos, la juventud se prolongó, con todos sus atributos. A nadie se le ocurriría hoy llamar “ancianas” a Nacha Guevara, Moria Casán y tantas otras. Pero en el siglo XIX se era una mujer madura a los treinta años; en la novela “Ella y él” de George Sand, la protagonista femenina, Teresa, se lamenta cuando es requerida de amores: “Es muy tarde para buscar lo que huye de mí. Tengo treinta años”; y todavía en 1949, fecha de publicación de “1984” de George Orwell (que entre tantas cosas que predijo, no supo anticipar los desfasajes que se produjeron entre las etapas de la vida) encontramos: “Cuando la vi a plena luz resultó una verdadera vieja. Por lo menos tenía cincuenta años”. Esta exigencia de juventud y belleza es válida sobre todo para el sexo femenino, pues basta con mirar cualquier telenovela para constatar que los varones —aunque sean
panzones y calvos, aunque tengan pelos en la nariz, pies planos y más legañas que perro callejero— siguen conquistando hermosas pendejas y se dan el lujo de engañar no sólo a su legítima, sino también a su amante. En “Cándido” de Voltaire (s. XVIII), Cunegonda va envejeciendo mientras que el protagonista no parece sufrir los ultrajes del tiempo, y el autor presenta como un rasgo de generosidad por su parte el tomar por esposa a una Cunegonda vieja y fea, que perdió por eso todo derecho a ser amada.
Algunos escritores del siglo XX, como Mario Vargas Llosa (en “Doña Julia y el escribidor”, “Elogio de la madrastra”, “Los cuadernos de don Rigoberto”), ensalzaron los atractivos de la mujer madura. Gabriel García Márquez escribió —realismo mágico mediante— una historia de amor y sexo entre gerontes: “El amor en los tiempos del cólera”. En “Viajes con mi tía” Graham Greene nos presenta a la desprejuiciada septuagenaria Augusta. Y también me pongo como ejemplo con mi novela “El año del bicho bolita”, protagonizada por mujeres de la llamada “tercera edad”.
El cine y el teatro parecen más abiertos al protagonismo de las maduras y las ancianas. Pero es evidente que para superar los estereotipos milenarios debe producirse un cambio radical en la escala de valores. Cuando esto ocurra el protagonismo avuncular no se asentará en la maldad (las brujas de los cuentos), o en el vicio (la Celestina), o en la extravagancia (la tía Augusta), sino fundamentalmente en la calidad de ser pensante. Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Hannah Arendt en la última etapa de sus vidas constituyen el mejor ejemplo: ésas son las verdaderas heroínas de la novela del siglo XX.
Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de Villa Elisa y Buenos Aires, distantes entre sí unos 45 kilómetros, Paulina Juszko y Rolando Revagliatti.