Dice la Constitución Nacional que las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los presos alojados en ellas.
Por: Hugo López Carribero Abogado penalista
Es comprensible que si usted ha sido víctima de un delito, tenga la atendible expectativa del sufrimiento de aquel delincuente que entró a su casa y lastimó a su hijo.
No lo justifico, pero insisto es comprensible y atendible. Pues de ser así, lo narrado en el capítulo le dejará un sabor amargo.
La banda de “Los Hormigas” dedicaba su actividad delictiva a ingresar a casas de familia, portando de importantes armas de fuego, acostumbraban a actuar en forma organizada y asociada, al menos eran cinco los integrantes. Todos encapuchados, se autodefinían como “trabajadores prolijos”, pues a lo largo de diez meses no habían tenido ninguna víctima fatal, ni tampoco ninguno de ellos había muerto en los sucesivos asaltos.
Sin perjuicio de ello los robos se destacaban por su virulenta violencia. Una violencia feroz y despiadada que aterrorizaba a las familias desde el primer segundo del atraco. Esto también explicaba la ausencia de muertos. Los damnificados no se resistían, era en vano tan sólo pensar en hacerlo.
El menor de la banda era Braian Centurión, tenía 19 años y 72 robos.
Braian se sentía descontento con el deber de obedecer órdenes del jefe de Las Hormigas. En cada golpe el joven, observador obsesivo, se convencía más y más de poder actuar en soledad, y consecuentemente no tener que dividir el producido del robo. La bronca de las órdenes le producía un nudo en la garganta. La ansiedad desbordaba sus frenos inhibitorios. Al fin la seguridad de sus actos determinó su conducta solitaria.
Una noche, el joven sin que nadie lo supiera salió de su casa, silencioso y mirando de reojo. Era invierno, estaba bien abrigado y llevaba una gorrita con la visera para la nuca. Tan seguro estaba de su conducta y decisión que hasta dejó debajo del su colchón la capucha, pegada al suelo de cemento, pues no tenía cama. Esa noche, el destino le indicó que nunca debió salir de su guarida.
La familia Iriarte ingresaba con su automóvil a la casa de la Av. Gaona, en el barrio de Flores. El rodado había terminado de entrar al garage y el portón eléctrico estaba a medio cerrar. Arma en mano, Braian se deslizó por el espacio que quedaba y logró ingresar.
Pedro Iriarte, advertido por los gritos de su esposa y su hija descendió del auto con su pistola 9 milímetros. El tiroteo dejó como trágico saldo a las dos mujeres muertas, y a Pedro Iriarte mal herido. El joven forajido logró huir del escenario sangriento. Pedro Iriarte nunca pudo olvidar el gran tatuaje que el joven tenia en su mejilla con forma de araña.
Así las cosas, lejos de desanimarse, Centurión, en los días sucesivos, continuó con la misma modalidad de robos. Solitario, atacaba a familias indefensas, generaba daños psicológicos y psiquiátricos, además de despojos dinerarios que en familias de clase media significaban la antesala a la miseria.
Un delincuente pude robar mucho durante mucho tiempo, pero no puede robar
eternamente. Esto es una ley no escrita, pero una ley que el malviviente conoce, aunque ni siempre la respeta.
Confiado, los robos de Braian eran cada vez menos intimidatorios, menos violentos y con menor agresividad. Igualmente conseguía lo que iba a buscar.
Esa excesiva confianza lo llevó un día a la cárcel de Villa Devoto, acusado del último robo. Los demás quedaban impunes.
Cuando ingresó a la unidad carcelaria lo invadió un sentimiento de resignación. Tal vez con 6 ó 7 años de prisión pudiera recuperar la libertad. Después de todo no era tanto tiempo. Era mucho daño el que había generado en las calles.
El jefe de la cárcel de Villa Devoto, acostumbraba a entrevistar personalmente a los nuevos presos. De allí se establecía, de acuerdo a las reglas de la sana crítica, el pabellón de alojamiento; las medidas de mediana ó máxima seguridad; la distinción de delincuentes primarios de los reincidentes; jóvenes de adultos, etc.
Esa tarde, Braian Centurión ingresó desafiante al despacho del jefe carcelario. El joven de pié y con las manos esposadas detrás de su cintura. La araña en su rostro, hasta parecía que caminaba. El jefe era viudo, se llamaba Pedro Iriarte. Braian no lo reconoció.
Iriarte se puso de pie, aguantó la respiración. Comenzó a sudar, le bajó la presión, tuvo náuseas. Pidió que saquen al preso inmediatamente de su despacho. Luego se sentó, no sabía qué hacer. Hubiera querido estar en el cementerio con su esposa y su hija. Bajo tierra, la paz mortal hubiese sido su refugio más dulce.
Pedro Iriarte, no lograba reaccionar. Pensaba cómo tomar venganza, ahora que lo tenía todo al alcance de sus manos. Pensó en alojar al preso en el pabellón número 1, el más violento, haciendo saber a los demás reos que Centurión había violado a una niña, los presos se encargarían de hacer lo suyo. Pensó en alojarlo en el hospital penitenciario, donde las probabilidades de contraer una enfermedad respiratoria letal, son casi absolutas, en tal caso la muerte sería lenta, una vida consumida con ensañamiento. Pensó y pensó, pero no se decidió por ninguna alternativa.
A las 20 horas, los guardias de la jefatura escucharon un disparo ejecutado dentro del despacho de Iriarte. El suicidio fue la herramienta que lo catapultó junto a sus seres queridos. Se mató con la misma arma que años atrás había intentado defender a su esposa y a su pequeña hija. La depresión pudo más que la sed de venganza.