Buscando poner distancia a los eternos conflictos que se desataban a diario en el patio del añejo semi-conventillo que habitábamos en el barrio de Floresta, mi padre, a mediados de la década del 50” compró un terreno en -por ese entonces- una ignota Villa Luzuriaga, en el partido de La Matanza.
Por: Carlos Enrique Galli
carlosgalli@yahoo.com
Las estrecheces económicas, el habitar una pieza de cinco por cinco donde mis viejos, mi hermana, mi abuela y yo desarrollábamos toda nuestra vida, el compartir baño, cocina y un único piletón en el patio, minaron las paciencias de todos y es así que la familia puso sus ojos y sus intenciones de prosperidad en el oeste del Gran Buenos Aires, bonanza que no fue tal ya que nunca pudimos salir de la prefabricada “provisoria” que fue nuestro lugar en el mundo.
Para llegar hasta lo que significaba para nosotros ese “lejano oeste”, nos movíamos de diversas maneras, podíamos tomar en Rivadavia y Mariano Acosta el tranvía 2 o el 5 hasta Liniers, los que atravesaban el puente hacia la provincia unos metros y giraban para ponerse nuevamente de “frente”; algún desvencijado colectivo de “Transporte del Oeste”, que bien podía ser el 136, 163 o el 253 o, aquello que causaba en mí una especie de pequeña felicidad y que constituía un motivo más para llegar rápido a lo que yo imaginaba “el campo”: treparnos a algún arcaico vagón “del Sarmiento”.
Una de mis primeras nociones -al igual que en la vida- que existían ciudadanos de distintas categorías, lo constituía el viajar, precisamente, en “primera o segunda”, ya sea ocupando mullidos asientos o, debiendo contentarnos con duros bancos de madera según fuera lo indicado en el boleto de cartón de dos colores, (la ida y la vuelta) que el guarda picaba celosamente en unos casos sí, y en otros no.
Los antiguos trenes ingleses carrozados en madera fueron sustituidos por la dictadura de 1955 por 58 formaciones compradas en 1950 por el gobierno justicialista del General Perón, los llamados “trenes japoneses”, modernos coches pintados de plateado con franjas azules en sus laterales.
Varios poetas y artistas populares le rindieron homenaje a sus pagos chicos instalados a la vera del “Sarmiento”. Por los 70”, un muy joven Víctor Heredia describía la triste existencia del “Viejo Matías en la estación de chapas de Paso del Rey”; Jorge Marziali brindó un merecido reconocimiento a “Los obreros de Morón” y Carlos Barocela no dejaba pasar el recordar a su terruño, Haedo, en alguna que otra canción de su autoría.
Debieron transcurrir varias décadas hasta que, en julio de 2014, la exclusiva gestión de CFK dotó al ramal Once-Moreno, de unidades de novísima generación reparando en ese sentido un anhelo largamente acariciado por millones de pasajeros.
A diferencia de los viajes que solía realizar a la Capital Federal en este medio de locomoción en los tiempos de Cristina, donde al tren lo “sentía mío”, en estos momentos experimento la sensación que se lo han apropiado y exhiben orgullosos un logro que a este engendro de gobierno no le pertenece.
Si bien nunca faltaron los buscas, vendedores ambulantes de todo aquello que pueda ser comprado, hubo tiempos no tan lejanos donde su presencia, producto de una bonanza innegable había disminuido, constituyendo casi una rareza su voceo recitando las bondades de todo lo imaginable (o no).
La crisis inconmensurable a que este grupo de desfachatados sometió al país, provocó una súbita reaparición de compatriotas que abandonarán sus casas quien sabe a qué hora, siendo incierta la sus regresos, y que por necesidad renunciaron a viejos códigos no escritos, como por ejemplo esperar el paso de un colega por el vagón para ofrecer lo suyo, siendo así que, a despecho de sus cuerdas vocales, rivalizan a los gritos en pos de imponer “tres prácticas tijeras por cincuenta pesos, pebetes recién elaborados, café “calientito”, a lo’ pancho’, a la Coca , las pinturitas para los más chiquitos” y muchas, muchísimas chucherías más.
No son las únicas víctimas de un sistema que nos cambió el país y la vida en tan solo un año y pico, puesto que sumados a quienes -miserablemente- aún pueden valerse por sus medios, tenemos que añadirle la inmensa legión de desocupados, cantantes, guitarristas, charanguistas, niños y lisiados que claman por una moneda, aún por la más insignificante, ya que de ella depende alguna mísera caloría para su subsistencia.
No es el final soñado para este relato que comenzó con las delicias de un viaje con ventanillas abiertas y un viento que te acariciaba la cara a los siete años, y este casi setentón que no ceja en sus empeños de recuperar lo perdido, de poder volver a sentir que está viajando en “su tren”, de intentar persuadir en charlas en los mismos vagones de la necesidad de revertir esta pesadilla y de proclamar, en definitiva, que no se rinde.