La entrevistada nació el 26 de enero de 1951 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, República Argentina. Es Doctora en Derecho y Ciencias Sociales (1981) por la Universidad de Buenos Aires y Magíster en Ciencias de la Comunicación (2003) por la Universidad CAECE – Centro Académico de Altos Estudios en Ciencias Exactas.
instituciones nacionales y extranjeras. Ha sido declarada jurista notable por el Fue docente universitaria y profesora e investigadora invitada en diversas Ministerio de Justicia y de Derechos Humanos y designada miembro del Instituto de Derecho Administrativo de la Academia Nacional de Derecho.
Obtuvo, además de becas, el Premio Jorge Luis Borges de la Fundación Givré, en 1989, así como los premios publicación de Ediciones Nuevo Espacio, en categoría Cuento en 2003, y en categoría Cuento Breve en 2005.
Numerosos ensayos de su autoría se difundieron en libros y revistas: destacamos “Zavala, una lectora con ética y localizaciones epistemológicas”, el que integra el volumen “La huella liberada – Homenaje a Iris M. Zavala”, coordinado por Zulema Moret (ArCibel Editores, Andalucía, España, 2008). Publicó el libro de cuentos “Los muros” (1999).
También las novelas breves “Cartas escritas en silencio para el viento” (2001), “La avenida del poder” (2009); las novelas “El vuelo de Clara” (2007), “El marido americano” (2012), “Fantasmas en la balanza de la justicia” (2017); y el libro objeto “Cuentos perversos y poemas desesperados” (2003).
Partamos de tu apellido: Winkler. Y de tu padre. Y desde allí…, hasta la Paula lectora.
PW — El apellido es austríaco, de Salzburgo. Si tuviera traducción —lo que en alemán no tiene sentido—, sería “rinconero”, de “Winkel”, rincón. Asociando libremente, es decir, dejando fluir mi inconsciente, soy Winkler porque siempre me interesaron los bordes, las supuestas incongruencias, lo que no calza ni se integra fácilmente…
Mi padre era berlinés, mitad alemán mitad austríaco (padre austríaco y madre alemana), viajante de comercio. Durante muchos años padeció de un síndrome de guerra, lo cual lo condujo al alcoholismo, del que se recuperó gracias a Alcohólicos Anónimos y a su tenacidad indeclinable.
Mi madre era argentina, ama de casa, nacida en el seno de una familia adinerada venida a menos y de raíces catalanas, ancestros entre los cuales se encuentra uno de los civilistas más relevantes de nuestro país: Raymundo Salvat. Me eduqué entre dos mundos dispares: mis abuelos paternos tenían donaire y dinero y nosotros, poco y nada. Mamá, católica; mi padre, luterano.
En Nochevieja para celebrar la Nochebuena, acudía a misa con mi madre. Al día siguiente, para celebrar la Navidad, a la Iglesia Evangélica alemana, con mi padre. Unos parientes eran socialistas y otros, conservadores. Mi tía Mercedes, concertista de piano, peronista. Mamá, “(anti)peronista”, admiraba a Eva Perón…
Y de adolescente, a los catorce años, conocí a Arturo Frondizi, concurrente de un club hípico austríaco, a quien me presentó mi padre. Siendo Presidente de la República, era gentil, no andaba con custodia y todo el mundo lo trataba como a un par. Qué sucedió, me pregunto, hasta hoy… Cambiando de tema, si es que se puede, la alegría se respiraba entre mis abuelos y tías. En casa, en cambio, habitaba la soledad.
Quizá por esto, hacia mis quince años, comencé a leer a Franz Kafka, Jean-Paul Sartre, Charles Baudelaire, Adalbert Stifter y Wolfgang Goethe; a Jorge Luis Borges y Roberto Arlt; a Julio Cortázar, José Martí, Gabriela Mistral, Nicolás Guillén y a la monja de Asbaje: Sor Juana Inés de la Cruz. Aunque no alcanzara a comprender todos esos géneros ni las distintas capas de sus textos, habida cuenta de mi edad, era mi convicción que el leer, aunque te duela, hay que hacerlo para conocer…
Más tarde, con suerte e intención, se llega a saber. (Se puede enseñar el conocimiento, la técnica, un oficio. El saber, en cambio, al igual que el escribir, para mí, es la síntesis superadora de la acumulación del conocimiento, la experiencia y el mirar singular acerca del mundo, pero nunca se llega a poder enseñar del todo; antes bien, tal saber se ejercita, se revisa, se discute y se comparte).
Mis lecturas, lejos de la conciencia científica y próximas, en cambio, a las del inconsciente, la paralaje, de lo no dicho ni escrito, de la letra que derrama, al decir de Jacques Lacan, pero sin abandonar nunca en el Derecho, por positivo, la Hermenéutica, se ramifican hoy, estas lecturas, a diversos saberes.
Descubrí, decía, desde muy joven, que hay que leer, aunque duela, hay que leer lo que te da rabia, por banal o estúpido; leer también lo que hiere tu percepción, todo aquello que te cala profundo pues te pinta una realidad distinta a la que digeriste hasta entonces. Hasta leer a escondidas, cuando autores como Sigmund Freud, Karl Marx, Ariel Dorfman, los estructuralistas franceses, etc., eran mirados con suspicaz ignorancia en tiempos de la dictadura.
Es que, en el meollo de todo esto se encuentra la posibilidad de la relectura, aquello que se vuelve a decir de otro modo: cambia el devenir, el objeto-a de la pulsión, pero la pulsión de vida (y la de muerte) son siempre las mismas.
Todos, motores al fin, por sublimación o bronca y resistencia, de nuestro quehacer individual y colectivo, pues como afirma Jean Laplanche, no hay dualismo entre Eros y Thanatos, se trata de una sola pulsión, en tanto al relacionarse el inconsciente con la infancia, es disruptivo siempre, seas adulto o no.
En la Facultad de Derecho te recibiste en un mismo año de Procuradora y de Abogada.
PW — Sí, en 1974. Cursé pocas materias, tenía que trabajar y no me daban los turnos. Pero debía graduarme para mejorar mi salario. Eran tiempos difíciles para la universidad pública. Pedí mesa especial, la que me formaron en enero de ese año para rendir libre.
Lo hice en la cátedra de Werner Goldschmidt, el gran iusfilósofo, que además era titular de Derecho Internacional Privado, la última materia que me restaba rendir para recibirme. Desde entonces ejercí mi profesión, trabajé en el estudio jurídico Mandry Berisso, ambos abogados prestigiosos y de nota en la comunidad suizo germana, tomando casos de regalías por tecnología transferida, inversiones extranjeras y promoción económica.
Te cuento que escribí un libro de culto —“Régimen de promoción económica industrial”— sobre promoción industrial, que todavía es citado en jurisprudencia judicial y administrativa y en trabajos de investigación universitaria. Aquí, entre nosotros, “confieso” que nunca retiré ni el diploma de honor de la UBA por mis altas calificaciones ni el Premio Silva de la Riestra para Derecho Penal, del cual era merecedora por mis notas, que nunca me animé a pedir. Fui Vocal en el Fuero tributario aduanero del Tribunal Fiscal durante casi tres décadas. Y, viajé a Alemania por mi profesión (ya de chica había visitado ese país con mis abuelos en una ocasión).
Mis dos lenguas, el castellano y el alemán, han atravesado mi pensamiento: dos raíces, en apariencia diversas e inconciliables (el mítico racionalismo alemán, los idealismos y la ilustración en todas sus formas; el pensamiento jurídico argentino, jusnaturalista o liberal alberdiano, por un lado, y el deóntico positivista “novedoso”, “copiado” de Bertrand Russell, por el otro), me metieron de bruces en una búsqueda personal con intención esclarecedora.
Así, aparecen lecturas de Freud, Werner Goldschmidt, Theodor Viehweg; rescaté autores de la envergadura de Peter Sloterdijk, el filósofo de Marburgo; a Lacan, Slajov Zîzêk, Gilles Deleuze y los griegos (no solo Platón) para desarticular primero y comprender después las enseñanzas sobre la República (y respecto de la patria del progreso y del sagrado y atemporal apego a la Constitución). Mi especialidad jurídica ha sido el Derecho administrativo económico y el Derecho tributario aduanero.
¿Y después de haber obtenido el Máster en Ciencias de la Comunicación y abordado estudios sobre filosofía y pensamiento contemporáneo?
PW — Digamos que “aparece mi otra vida”: la literatura, el psicoanálisis y los estudios metajurídicos, a través de la semiótica y de la hermenéutica de Martín Heidegger y Hans-Georg Gadamer, me introducen en todos los saberes que me posibiliten “decir verdad”, que no es “decir la verdad” ni “decir mi verdad”, sino intentar, con un movimiento cognitivo constante, que se articulen objetiva y subjetivamente dispositivos tan ancestrales y polémicos como las instituciones del Estado, la justicia, los derechos y el poder.
Arte y letras, cultura, universidad, derecho y sociedad constituyen algunos de los dispositivos que elegí para pensar mis ensayos. También, respecto de las instituciones y sobre la creación de un tribunal penal internacional contra la corrupción en las democracias. Ese artículo fue publicado en una revista española de filosofía y pensamiento.
Supongo que casi nadie aquí lo comparte. Es que los juristas argentinos suelen ser reacios a desplazar la jurisdicción, lo cual no deja de hacerme gracia: si se trata de proteger las democracias con sus bemoles locales, se defiende la jurisdicción nacional, pero cuando se contrae deuda pública por toma de préstamo en el extranjero, al firmar las contratas, se adhiere sin miramiento ni desdén a la prórroga de jurisdicción (vale decir: cualquier litigio conforme ese contrato es dirimido en tribunales extranjeros), en fin…
Los humanos solemos contradecirnos, pero en el Derecho y la teoría política, habría que hacerse un poco más responsable. En mis ensayos, tomando como eje la ley, en el sentido jurídico y psicoanalítico del término (ambos se encuentran unidos), la justicia, el inconsciente que deja decir verdad y la hermenéutica de Gadamer, que nos remite siempre a los textos, procuré articular saberes que parecían imposibles de vincular: el Derecho, ligado al poder; el poder y la sociedad; el prójimo y la justicia, la que debería articular con una demanda social constante y su contexto histórico.
Procuré rescatar el último argumento residual de las democracias globalizadas para evitar que las instituciones fenezcan en brazos de los situacionismos. ¿Podremos salvar las democracias de la mano de las instituciones republicanas? ¿Qué sucede cuando el populismo desafía la ineficacia burocrática y la representación política vacía de la época, cuando lo hace metido de lleno en la cultura? Todos mis ensayos refieren una y otra vez a lo mismo: se interpela al poder para que éste deje de ejercitar su posición y atienda la feroz demanda, amplificada por la corrupción y la época.
Para hablar, en cambio, de los desencuentros, la soledad y los fracasos, la hipocresía y el egoísmo mezquino, la negación y las histerias sin argumento —malestares subjetivos, todos devenidos de un colectivo poco simbólico y guiado por el imaginario globalizado que estigmatiza y propaga creencias infantiles e inconsistentes—, narro.
Escribo cuentos y novelas, tomando la voz de hombres y mujeres desencajados, llenos de rabia y frustración, vacíos y tristes, benditos por cierta sabiondez de la locura; me valgo también de los gozosos de una felicidad prefabricada y efímera, que no quieren saber, condenados por esto a su destino. Se trata de textos cuyos personajes se balancean entre la dimisión y la lucha dentro de espacios urbanos, vistos siempre desde la trama interna, por lo cual el indirecto libre, la segunda y la primera persona, o varias voces, acentúan una atmósfera agobiante.
¿Así es tu última novela?
PW — “Fantasmas en la balanza de la justicia” es una novela en la que se trata de las literaturas del yo (autobiografía, autoficción o como se llame, según las modas…). No he sido demasiado “autobiográfica” nunca, aunque siempre se narra acerca de lo que se sabe y vive, por otros o por una misma. Sin embargo, el escribir sobre una es riesgoso si se aborda la escritura como un ejercicio catártico de autovalidación.
Ahora se habla de “autoficción”. Para mí fue solo una excusa, una herramienta más, a la que no le temo, aunque académicamente este género no se lleve las palmas. Combinar jurisdicción y literatura en un texto único no es fácil y yo quería hacerlo, poder testimoniar mi paso por la Justicia y en la escritura. En la vida misma.
Ser abogado y buen escritor, tarea compleja… Héctor Tizón lo supo hacer con maestría, y también Bernhard Schlink y algunos otros. No caer en el policial, que suele ser la tentación de los abogados, y unir las piezas sueltas de tu vida teniendo en cuenta los parámetros de coherencia y cohesión propios de todo texto, al fin te llevan a la creación de un personaje verosímil, aunque te refieras a vos y a tu entorno (sonrisas).
Escribir sobre vos es construir un personaje que pueda interactuar como si nada con otros ficcionales de la historia. En “Fantasmas en la balanza de la justicia”, hay un texto dentro de otro: en uno, uso la tercera persona para poner distancia cuando me refiero a mi vida. Puedo contar, así, ampliando el punto de vista y en el otro, en el cual el personaje interactúa en “lo real”, escribo en primera para que ese personaje del yo que narra se libere y tenga humor, ironía.
Al narrar, juego conmigo misma. Y, como al pasar, cuento algunas verdades sobre el quehacer jurídico, que solo se han atrevido a estudiar los iusfilósofos. “Fantasmas en la balanza de la justicia” se vale de distintas herramientas discursivas, haciendo de estas un mestizaje, para abordarme, para abordar al otro y los distintos saberes, a la vida misma.
Como madre, como escritora, como mujer, metiéndome en los meandros complejos de la creación literaria y sus búsquedas; también como hija, ciudadana de a pie, invadiendo el discurso jurídico con humor y, sobre todo, como persona.
Cuento mi propio relato. Asimismo, como ex jueza, para interpelar al poder y desentrañar los textos jurídicos del modo más humanizado posible, según las fuentes y los principios generales del derecho. Hablo, quizá, a través de todas las mujeres que en mí habitan, en un mundo de horror que, después de dos declaradas guerras mundiales, repite sus errores incansablemente. Pero hablo, escribo y leo sin perder de vista una testimoniada esperanza, que nunca es ingenua.
Te formaste en escritura literaria ejerciendo la abogacía y también siendo jueza.
PW — Un abogado tiene que saber qué es lo que lee y qué escribe. Y un juez que no domina su lengua, que no escribe bien, es esclavo de sus palabras. En el Derecho también suele haber malentendidos, lo cual permite la apelación de las sentencias, solo que, al tratarse la jurisdicción de una actividad de resultado, esto no se advierte demasiado. A no ser que te especialices en las teorías semióticas del discurso.
Para ser buen juez, en cierto modo, no dejás de ser un escritor (además de honesto, equidistante, conocer el derecho positivo (la ley) y las reglas de la hermenéutica). Claro que el juez tiene a su favor el contexto: el poder de la palabra y el poder de decir le viene del ordenamiento y de su posición en la jerarquía del Estado.
No necesita, por tanto (como el escritor), de ninguna retórica para transmitir sus mundos posibles. Tiene lectores “asegurados”. Por eso, un juez en mi opinión tiene la obligación de decir “bien”, esto es: conforme a Derecho (para no prevaricar) pero siempre con la idea de justicia a la mano, que no está alejada de lo humano, ¡y lo social! También en la literatura, otros jueces como Tizón, Schlink, Federico Peltzer, Friedrich Dürrenmatt… lo supieron, desplegando creatividad adicional en su obra. Y yo…; solo que no me leen como a ellos, pues no comparto su lucidez ni su éxito literarios.
Siempre leí; desde chica hacía meros ensayos de escritura. Y mi casa estaba llena de libros, porque mis padres habían formado una biblioteca muy ecléctica: poesía, teatro, filosofía, teoría política, narrativa. Pero es en mi madurez cuando comienza a desarrollarse de lleno lo que nunca había quedado trunco desde mi juventud primera: el compromiso de leer. Leer y leer.
Después, al escribir con cierta disciplina, necesité que otros me leyeran. El hallazgo de la época han sido los talleres, que remiten en el hoy a las tertulias entre escritores amigos, que se leen y sugieren, corrigen, discuten… Participé en los talleres de Nicolás Bratosevich, Silvia Plager, Elsa Fraga Vidal, Alicia Tafur, Liliana Heker, e hice clínica literaria con la crítica y narradora Elsa Drucaroff. Cada taller tenía su clima y estilo.
Con Bratosevich se leía y pensábamos nuestros textos. En el taller de Silvia Plager y Elsa Fraga Vidal, además, se corregía una y otra vez. Dos maestras ambas, generosas. Sus alumnos las recordamos con afecto indeclinable. Silvia es bella, culta, escritora de oficio, de esas que se la saben todas. (Elsa falleció hace unos años, tenía un sentido del humor tan sarcástico que pasábamos horas a grato placer literario).
Con Alicia Tafur se leía poesía, la palabra circulaba en detalle, esta se pensaba con esa búsqueda de armonía y sencillez imprescindibles en la poética. La economía de la palabra, eso rescato de Alicia. Liliana Heker, a cuyo taller asistí poco tiempo (hui despavorida… risas), tenía un método: se leían en voz alta los textos, uno por autor y por vez, y se debatían entre todos los asistentes después.
Terminada la ronda de lectura, intervenía ella, feroz. De Heker, además de sus enseñanzas hasta del punto y coma, lo que recuerdo, es que “me reprendió” por un cuento que yo había llevado: “Tu texto me recuerda un texto de Enrique Rodríguez Larreta” —dijo—. “Muy elegante, pero no vas a ninguna parte. ¿Por qué escribís?”, me interpeló. Me paralicé, nada pude contestar. Pero cuando salí de su casa en el barrio de San Telmo, nunca lo voy a olvidar, me pregunté a mí misma: “Paula, por qué escribís, quién sos en los textos”.
Desde entonces, hice un giro brutal en mi narrativa, ya no se trataba solo de dar cuenta de vacíos o fracasos personales, sino de zambullirme en la aventura de leer y de escribir. Nada de dar mensajes políticamente correctos, de describir paisajes internos. Yo debía preguntarme desde el vamos el porqué de narrar, puesto que tomar la palabra es algo serio.
Supongo que Liliana lo sabrá, pero insisto en que su método es recomendable solo para adultos dispuestos a cuestionarse. Ahora que lo pienso, como entre amigos, las sentencias tienen un aspecto narrativo (cuando se describen los hechos y el expediente), pero la escritura literaria no se trata intrínsecamente de escenificar, no podés hacerte el inocente o crear personajes resistidores en apariencia porque como diría mi abuela, “se te nota la combinación por debajo del vestido”. ¡Hay que demostrarlo y solo contamos con las palabras!
Elsa Drucaroff, además de amiga, tiene una lucidez exquisita, poco común. Y si digo esto, pese a haber conocido a miles de personas, es porque le das a ella cinco líneas, tanto como cincuenta páginas, y te las devuelve al toque con mil dudas a compartir, sugerencias a debatir, etc.
Tiene una cabeza fenomenal, además de una ética profunda, en la que confluyen la semiótica, el psicoanálisis, la teoría marxista y su propia teoría de género (recomiendo leer “Otro logos – Signos, discursos, política”: hasta Judith Butler es confrontada) y, sin embargo, es una escritora de ley: le molestan todas estas teorías porque se aferra a la pluma y escribe y critica como narradora.
Por eso la admiro, como diría —supongo— Liliana Heker, “la universidad te vio nacer y le pertenecés, pero, por suerte, sabés sacudirte de ella cuando te arremangás a escribir”. Eso me faltaba a mí por alguna razón hasta que llegó Liliana Heker.
Y lo voy aprendiendo de a poco. No tengo pudor en reconocer que voy a aprender hasta que muera: un ser adulto se hace responsable de sus estupideces hasta que fenece. Un escritor, como humano, no es un semidiós llamado a deleitar al lector acerca de sus cuitas y veleidades. Debe ser honesto, conocer su tiempo. Porque si escribe, lo hace por algo, para alguien (venda o no, vaya, el señor “mercado”, presente…).
Y hablando de Drucaroff y sobre historia de mujeres, teorías de género, te comento que fui moderadora de varias mesas en el IX Encuentro Internacional de Mujeres Escritoras “Inés Arredondo”, celebrado en Guadalajara y en Tonalá, Jalisco, México, en 2004. Allí conocí a otra grande, fallecida: Ana María Navales, una extraordinaria poeta aragonesa, que osó escribir sus poemas delante de mí, en Francia, sobre una servilleta: estábamos en una playa, con nuestros maridos, compartiendo un vino blanco entre la arena y el sol, tomó un lápiz, concibió un poema y lo leyó…
Digo “osó” porque hasta los franceses que compartían el balneario quedaron helados ante esa temeridad improvisada y “artesanal” (les leyó su poema en castellano y enseguida, en su francés españolizado). Aplausos. Recuerdo que abrió el congreso en Guadalajara aquella vez con un plenario sobre Virginia Woolf, era experta en ella.
Y me acuerdo también, después, como moderadora en una mesa sobre escrituras femeninas, al responder una pregunta que le hice (para mí, una autora de garra tiene que poder “imitar” el punto de vista masculino en un personaje o como narradora, trasvasando su identidad). Ambas iniciamos una amistad sincera y literaria que no cesó ni con su muerte: continuamos viéndonos hoy, mi esposo y yo, con Juan Domínguez Lasierra, un experto en cultura aragonesa, narrador y periodista, su esposo. Siempre que podemos lo visitamos tratando de esquivar al cierzo, en Zaragoza.
A la poesía te has asomado.
PW — Ah… y hasta sostendría que no soy poeta. (Un ejercicio musical difícil para mí, pues me cuesta no narrar…) Aunque me he valido de ella para gritar en susurros, luego desparramados en la sudestada del destino. Algunos de mis poemas, incluidos en el libro-objeto “Cuentos perversos y poemas desesperados”, se han difundido en varias plataformas. Ser poeta es “cosa de arte mayor”.
Mantengo un respeto y una devoción innegables por la poética, vinculada íntimamente, como sabemos, con la filosofía. Un exquisito poema ilustra mi página http://www.aldealiteraria.com.ar: “Niño en luz de estrellas”, del finlandés Elmer Diktonis, en sus dos traducciones al español: una, perteneciente a un grupo coordinado por un escritor zaragozano que divide su vida entre Estocolmo y Zaragoza, y la otra, la de un reconocido filósofo madrileño radicado en Estocolmo, especialista en Retórica y Hermenéutica, intérprete auténtico de la métrica rítmica de Diktonis (esta segunda versión se obtiene pulsando el botón de asterisco en mi página).
Al inaugurar mi Sitio, aspiré a hablar acerca de la génesis humana y para ello elegí el milagro cristiano, sin olvidar el dolor mundano de Jesucristo al realizar la incomprensible voluntad del Padre, lo que genera una pregunta: un Hijo se sacrifica, doliente y en llagas, ¿por qué prójimo de qué humanidad? Sólo su madre lo sabe…
Escribí “El hombre triste”, que aparece en “Fantasmas en la balanza de la Justicia” y replica a su vez el poema publicado en “Cuentos perversos y poemas desesperados”:
“De todos los hombres que conozco, / el hombre triste es distinto. / El hombre triste no vive en júbilo / ni viaja en automóvil, / por eso riega una rosa / al tiempo que enhebra su gloria. / El hombre triste tiene memoria, / la memoria de un rostro, / que alguna vez lo olvidó / entre sales y desiertos.
A ese hombre triste, / corazón lento y adormilado, / la vergüenza no lo embarga / y al ser más grande su pena / no lo asusta la derrota. / El hombre triste es así, / lleva un crespón en el alma / y algunos besos no resueltos. / Como el soldado se perdió / después de tanta lucha en la trinchera.”
La poética y la filosofía articulan siempre. No concibo un poeta que no bucee en la palabra con la sagacidad de los duendes. Música, ritmo, matemáticas puras. Los poetas son la reserva del mundo, no se han civilizado del todo y nos exhiben otros quehaceres posibles de la vida. He pensado siempre que poetas y filósofos deberían tener un pasaporte universal: su identidad nos pertenece a todos. Ser realista es mirar el mundo con su porquería, y los poetas saben muy bien de esto.
Desarrollemos acá algo que referís en tu Sitio: algún instante de tu niñez con Marlene Dietrich y un ratito de charla con Jack Nicholson.
PW — Sobre Marlene Dietrich: mi abuela paterna era amiga de ella desde la vieja época de Berlín, antes de la guerra. Creo recordar que, incluso, le hizo algún vestido, pues era vestuarista de la ópera. Cuando vino a Buenos Aires fuimos a verla en el Teatro Ópera, de la avenida Corrientes. Yo tendría siete años. Después del espectáculo, mi abuela me llevó a conocerla al camarín.
Hablaron un rato en berlinés (un dialecto del alemán que suele, entre otras bromas, invertir el dativo y el acusativo), pero enseguida pasaron al inglés. No me llamó la atención el pasaje lingüístico, pues —como aparece en “Fantasmas en la balanza de la justicia”—, en mi casa se hablaba en castellano y con mis abuelos paternos, más el inglés que el alemán, solo reducido a mis deberes en la primaria del colegio.
Ello así, por razones de disidencia con el nazismo, muy presente todavía en esa época. Solo recuerdo su voz cantando “Du bist verrückt, mein Kind…, tú estás loca, mi niña…”, sonata popular berlinesa. Y la belleza de sus ojos, de una transparencia felina. Se trataba, en efecto, de una de las divas más representativas de la disidencia germana por entonces.
Sobre Nicholson: una fiesta multitudinaria en Manhattan, a la que concurrimos con mi hija cuando ella vivía en Nueva York; ya ni recuerdo de qué hablamos durante unos segundos, excepto que él se rió de mi inglés (sin darme cuenta confundí ambos idiomas, pues después de haber balbuceado en el de Nicholson, continué como si nada en alemán). Suele sucederme esto de vez en cuando, si los nervios me juegan una mala pasada. Mi hija, actualmente, vive en Estocolmo.
Y más de una vez mi yerno me sugiere gentilmente que vuelva al inglés para comprenderme… Risas. (Él es sueco.) He tenido durante mi vida esta especie de encuentros mágicos. Con Jorge Luis Borges, con Norma Aleandro y tal. Los llamo “mágicos”, por inusuales y, acaso, por suponer que han influido en mi vida de alguna manera.
Con Borges: sobre la avenida Córdoba, casi llegando a Florida, me crucé con él y su acompañante. Como casi chocamos, se disculpó amablemente y comenzamos una breve charla. Coloquial y generoso, se interesó sobre mi persona, yo le dije que era jueza, que leía y leía y escribía un poco también. Le recordé un seminario que él había dado en la Cultural Argentino Germana, que presencié con mi padre cuando adolescente, y de inmediato me dijo: “Qué error cometió usted al hacerse abogada… Pero sea justa, y siga escribiendo y leyendo”.
Con la gran actriz coincidimos en el sanatorio Mater Dei. Le comenté que había visto la pieza teatral de Pedro Muñoz Seca “La venganza de don Mendo”, dirigida por ella, y nos emocionamos: corrían tiempos difíciles en los que nos sostenía el arte, eso dijo, eso sentí yo.
En la edición de mañana saldrá la segunda parte de la entrevista.
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