Hace 40 años regresaba al país, luego de 17 años de exilio forzado, el líder más excepcional de nuestra Historia. Desde ese día celebramos el día del “militante”, esa palabra que aunque a algunos provoca alergia, a muchos nos enorgullece, trascendiendo las banderas partidarias.
Por Carlos Matías Sánchez
mati_13_01@hotmail.com
Bombardeos, fusilamientos, los primeros desaparecidos, proscripción, elecciones anuladas,
persecución, exilios: desde el golpe antipopular de 1955, el movimiento político y social más representativo de los intereses nacionales y populares se vio impedido de participar en la política, ámbito de toma de decisiones en representación de sectores sociales en permanente conflicto.
Sin embargo, todo este despliegue del antiperonismo no hizo claudicar a los militantes
justicialistas, que primero resistiendo y luego pasando a la lucha a través de las armas o de las huelgas y demás levantamientos populares, hicieron lo posible para lograr un objetivo doble: El regreso de Juan Perón al país, y la restauración de la democracia, es decir, de la participación del peronismo en la vida política del país.
Ni la “Libertadora”, ni los gobiernos radicales presionados por las Fuerzas Armadas, ni el
Onganiato pudieron sofocar estas expresiones de los sectores populares. Tampoco la chicana de Lanusse, diciendo que a Perón “no le daría el cuero” para volver, sirvió para amilanar al líder.
Entonces, el 17 de noviembre de 1972, luego de tantos años de lucha de parte de sus militantes, y acompañado por varios de los más célebres de ellos, Perón volvió al país.
Aquella jornada de victoria y efervescencia quedó en la historia como el Día del Militante.
En la actualidad, la derecha política y las grandes corporaciones de medios han logrado calar hondo en la mente de ciertos sectores de la sociedad, en particular de los sectores medios-altos, demonizando y simplificando la figura del militante, reduciéndolo a un parásito que vive de dádivas del Estado, sin pensamiento crítico ni interés más importante que recibir algún beneficio material a cambio de su accionar político.
Con esto no hacen otra cosa que demostrar el temor que les provoca la implicación de sectores cada vez más amplios de la sociedad en las cuestiones políticas. Aún intentan hacer valer el dogma neoliberal del “fin de la historia” y “de las ideologías”. Y en recientes hechos se ve expresada la influencia de ese discurso, cuando movilizaciones centradas en reclamos que pueden claramente identificarse como derechistas (y en algunos casos golpistas), se pretenden “apolíticas” y “espontáneas”.
Desmerecer la militancia es ignorar (u omitir intencionalmente) el compromiso de tantas personas con una causa que consideran justa y por la cual se disponen a luchar de la forma y con las herramientas que creen necesario, o a las que pueden acceder, independientemente de su bandera o causa en particular.
Desmerecer la militancia es negar el valor de grandes patriotas como San Martín, Mariano Moreno o José Gervasio Artigas, que dejaron su vida por ideales como la igualdad en nuestra sociedad, la liberación de nuestra patria chica y la unidad de nuestra patria grande.
Pero también, más allá de personas destacadas, es no reconocer la importancia de la acción y el compromiso de, por ejemplo, aquellos radicales de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, que con su lucha persistente lograron arrancar al régimen conservador la Ley Sáenz Peña. ¿O no eran Alem y sus seguidores “militantes”?
O los primeros anarquistas y socialistas que militaron para concientizar a los trabajadores de lo precaria de su situación en el contexto de una Argentina que se enorgullecía de ser el “granero del mundo”, y para organizarlos colectivamente en aquellas primeras organizaciones sindicales.
O aquellos obreros que a partir de 1945 se sumaron al movimiento que cambió el país
radicalmente, redistribuyendo como nunca antes el ingreso y liberando a la Argentina de sus ataduras políticas y económicas con las potencias extranjeras. Llevando como bandera a esa gran militante que fue la primera dama de Perón, una tal Evita.
O de los numerosos intelectuales y artistas comprometidos y con conciencia social que apoyaron importantes cambios en nuestra historia (como a principios de los ’70) o que denunciaron la inequidad social y la dependencia nacional (como los forjistas de los años ’30). Todos ellos eran militantes. También periodistas como Rodolfo Walsh.
Sin embargo, aún más contradictorio es despreciar la militancia mientras se admira y se reivindica a figuras de la Historia y la política que, sin definirse así, también fueron y son militantes. Y de ellos, además, proviene gran parte de las ideas y conceptos repetidos por los “apolíticos”.
Militante era Bartolomé Mitre, fundador de un diario militante (de la derecha conservadora), de La Nación. Militante era Rivadavia, de las ideas liberales y el centralismo porteño. Militante era Sarmiento, de la ampliación de la educación pública, pero también del racismo, el europeísmo y la represión a los provincianos.
Militantes eran Videla, Onganía y Aramburu: militantes del derecho a la propiedad privada, de los privilegios de las clases altas, de las facilidades a las corporaciones extranjeras, de las instituciones más reaccionarias de nuestro país; militantes de la represión y la censura, de la persecución y la muerte.
Militantes también son los medios “independientes” que dicen ser objetivos mientras bajan
línea hasta en sus epígrafes y defienden privilegios que, por alguna razón, se niegan a reconocer.
Militantes son los jerarcas de instituciones religiosas que rechazan todo cambio, toda actualización y sinceramiento de las leyes que vulneran costumbres supuestamente inmodificables.
Todos ellos son militantes. Y está bien que así lo sea. Lo criticable es que no se lo reconozca, que se lo niegue, y que se señale con el dedo al que se asume como tal.
Mientras tanto, los que no tenemos temor en reconocer nuestra posición política e ideológica, seguimos, cada uno a su manera y desde su postura, militando para cambiar la realidad. Y muchos de nosotros recordaremos en esta fecha, a través de una película, al hombre que tanto revalorizó esa palabra: “militantes”, quizá porque él mismo fue el mejor de ellos.
A VER SALAME SI APRENDES UN POQUITO ……. En el Operativo Dorrego, organizado por el compañero Bidegain, la Juventud Peronista y el Ejercíto comparten la responsabilidad de la Reconstrucción de 18 partidos de la provincia de Buenos Aires inundados en febrero este año. 5.000 efectivos militares y 900 compañeros de JP trabajarán hasta el 23 de Octubre.
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“Si tuviéramos que invertir en acciones, invertiríamos el 95 por ciento de nuestro capital en JP y en las organizaciones gremiales de base afines”. Con este criterio —confesado textualmente por un alto miembro del Ejército Argentino—, el Teniente General Carcagno y sus oficiales del Estado Mayor encararon, a propuesta del compañero gobernador Bidegain, el Operativo Dorrego en la provincia de Buenos Aires. Algunos oficiales mayores, sin embargo, se sienten desubicados cuando no , horrorizados ante este súbito vírale político de una hábil cúpula que, muy sobre la hora, intenta alinearse junto al pueblo en la búsqueda de objetivos comunes. Otros lo ven mes claro, son los oficiales jóvenes que si bien no aceptan la metodología de la JP, parecen compartir las banderas de Liberación y Reconstrucción.
La Zona 2 del Operativo, que comprende las poblaciones de Pehuajó, Carlos Casares, Bolívar y Alvear, fue la más afectada por las inundaciones. En las dos primeras, particularmente, el agua llegó hasta la zona céntrica de las ciudades. Miles y miles de hectáreas de esta riquísima parte de la provincia quedaron anegadas; los cálculos más optimistas indican que en algunos campos recién volverá a producirse dentro de cuatro o cinco años. Paradójicamente los latifundistas se vieron favorecidos. Si perdieron parte de sus terrenos bajos, las zonas altas recibieron millones de litros de agua que aseguran bonanza. Mientras niegan trabajo a quienes se desempeñaban en las zonas bajas sus cosechas serán muy superiores a lo normal y tienen pastura para su ganado en cantidad.
En esta Zona 2 comparten la dura tarea de la Reconstrucción algo menos de 2.000 efectivos del Ejército y más de 300 compañeros de JP de todo el país.
Carcagno vio en el Operativo Dorrego del Gobierno de la Provincia una buena oportunidad para poner en práctica lo que venía anunciando desde mayo cuando el aplastante triunfo popular derrocó a la camarilla de la entrega. El general de infantería planteó una tácita y dura autocrítica a “sus compañeros de armas, los más cercanos la comprendieron; decidieron participar en el Operativo junto a la JP pese a haber protagonizado con ésta los más duros enfrentamientos de la dictadura militar. Desde el primer momento quedó en claro que el Ejército se encargaría sólo del apoyo logístico de la operación y que JP quedaba eximida de dar o recibir órdenes del Ejército. Los criterios enfrentados de disciplina, exponentes de concepciones diferentes de organización —subordinación jerárquica indiscutible y persuasión peronista— hubieran provocado de otra manera tensiones estériles. El orden garantizado por JP —cuidadosamente estudiado en los últimos meses por los organismos de Inteligencia— llevó al Estado Mayor a dejar de lado todo otro recaudo superfluo. Algunos cuadros medios del Ejército, sin embargo, no parecen muy convencidos de la nueva politica de acercamiento.
El Jefe de las fuerzas de Ejército en la Zona 2 es el coronel Albano Harguindegy.
Harguindegy acampa en Pehuajó aunque inspecciona constantemente su zona en helicóptero. Opina —y en eso tiene razón— que el Operativo Dorrego no va a solucionar definitivamente el problema de las inundaciones. La razón es simple, sólo el tiempo puede encargarse de eliminar el agua de las zonas anegadas. Mientras tanto procura paliar las situaciones más dramáticas, lo que es correcto. Pero, algunos de sus colaboradores procuran hacerlo de cualquier manera, lo que es incorrecto. En Bolívar, por ejemplo, se planteó la necesidad de reconstruir un barrio. La Intendencia, presionada por intereses de la oligarquía local, se opone a que los inundados habiten en los terrenos altos —los más cotizados y exclusivos— y propone alojarlos en terrenos anegadizos. Los voluntarios de JP, asesorados por los militantes locales, se opusieron decididamente a ese proyecto. Es en este tipo de situaciones —cuando los intereses particulares se oponen a los intereses de los trabajadores— que algunos oficiales no distinguen los objetivos de la política de reencuentro. Porque la simple reconstrucción de un barrio es sólo un hecho técnico, solidario cuando más. El hecho político que implica el Operativo y que exige el pueblo es construir las casas de Bolívar donde resulte más conveniente a los trabajadores y no a los patrones de la provincia.
Es que en todas partes hay gorilas. Gorilas que agasajan con cenas a los jefes militares, que le van con alcahueterías si vieron un camión militar de contramano o si un soldado —en un duro Operativo de varias semanas— piropea a la hija de un rematador de hacienda. Gorilas que alejan a los responsables de la tarea encomendada; del proyecto de Perón: que el Ejército marche si no al lado, por lo menos cerca del auténtico pueblo.
En Carlos Casares; la ciudad más afectada de ia provincia; los gorilas presionaron sutilmente, ordenaron al Ejército trabajos que no correspondían por medio de un concejal sin autoridad; pretendieron salvar algunas de sus innumerables hectáreas a orillas de la ciudad aunque los barrios humildes permanecieran inundados por años. También sembraron la confusión en un importante proyecto de un canal de desagote que mereció la atención personal del compañero Urriza, Ministro de Gobierno de la Provincia y del compañero Jauretche, encargado de Asuntos Municipales.
Sin un criterio claro de vocación de servicio al pueblo trabajador, esos oficiales que pretenden todavía ser ajenos a los problemas “de los civiles” vuelven a ponerse al servicio de la dependencia. Se proponen un falso profesionalismo que consiste —en el mejor de los casos— en mantenerse aislados del pueblo. Y objetivamente aliados
a los gorilas que se oponen a toda Liberación. Porque aunque estos oficteies que no comprenden la necesidad de volver al pueblo pretendan vivir más allá del bien y del mal, la política de la entrega se filtra por todos lados. Hasta en el hecho aparentemente simple y laudable de construir un barrio obrero o un canal de desagüe sin consultar al pueblo.
Si bien hay jefes que tratan de ignorar o esconder el significado político del Operativo, de aislar a la tropa de la JP, de minimizar el papel de Jos peronistas en la tarea, hay oficiales francamente entusiasmados con las nuevas posibilidades. Acierta Harguindegy, un liberal inteligente y políticamente hábil, cuando reconoce que han habido cambios en apenas una semana de labor conjunta. Nota lo evidente, que, aún en la forma mínima que propone el Ejército, la convivencia es posible. Llama a los militantes con el vago nombre de “Juventudes Argentinas” para borrar las implicancias políticas del operativo. Que es como reducir a la Juventud Peronista, una organización política concretando un operativo político, al papel de boy-scouts. Descubre también que los peronistas no profesan ideas “foráneas”.
Es entre algunos oficiales jóvenes donde se encuentran los más fervientes partidarios de la política de acercamiento. Algunos se sienten aliviados de no vivir bajo la amenaza de tener que sacar a los soldados a reprimir; de poder charlas con militantes y de soñar con el día en que ser militar ya no sea una culpa sino una ocupación útil. Educados para ver en cada peronista un enemigo los oficiales jóvenes se sorprenden de la claridad política de los militantes. Discuten bastante sinceramente y tratan de defender algunas posiciones. “Ustedes no perdonan a nadie”, se quejó un suboficial irónico. Un compañero de la JP de menos de veinte años le acababa de descubrir las actividades de Adalbert Krieger Vasena, ministro de la dictadura militar.
En algunos casos fueron los mismos militares jóvenes quienes se encargaron de encarrilar a algún camarada desubicado que intentó agredir verbalmente a un voluntario peronista. Otras veces la paciencia de los militantes de la JP, explicando la necesidad del Operativo conjunto, la política de un Ejército efectivamente nacional y la responsabilidad de evitar enfrentamientos inútiles en este tipo de actividades logró calmar al oficialito gorila histérico por los estandartes o las consignas de JP.
Pero si en la discusión política hay sorpresas, en la práctica cotidiana es cuando los militares descubren la esencia de la organización popular. “¡Ya no entienden nada!”, comentó divertido un compañero del Gran Buenos Aires, “venía un oficial en un camión con material para nosotros y preguntó por nuestro responsable. Cuando lo vio cavando en el barro con todos los compañeros no lo podía creer. Estaba tan confundido que se puso a ayudar a los colimbas ¡mira vos! a descargar el material”.
Pero si algo sorprendió a los militares en estos primeros días fue el orden y el fervor de JP. Los compañeros cumplen las tareas a la par de los soldados sin gritos ni amenazas ni castigos. En ninguna población han habido quejas. Lo atestigua el Inspector Mayor Pilgüese, Jefe de Policía de Pehuajó. “Los muchachos fueron bien recibidos. Si vienen en procura de soluciones para los problemas que afligen a la población. ¿Quién puede protestar? Las denuncias que hubo fueron por cantos o cosas de muchachos, boludeces que denuncia la gente que no tiene nada que hacer”.
Para los compañeros de JP el Operativo Dorrego es una experiencia de gran valor. Obreros, villeros y estudiantes. Compañeros con largos años de militancia y toda una carnada nueva de peronistas convencidos ponen en práctica su convicción del trabajo al servicio de la comunidad. No importa que las cosas no salgan como todos querían. Aunque no lo reconozcan saben que son la juventud maravillosa que suele mencionar el General. El 12, a muchos kilómetros de la Plaza, sin grandes carteles ni la presencia física del General y la multitud, hicieron un alto en el trabajo y marcharon sobre el centro de las ciudades. Con militantes de JP de cada población, en concentraciones de 500, 600 ó 700, con bombos donde los había y tambores prestados por los bomberos, con estandartes confeccionados entre risas por los vecinos, festejeran la culminación de la batalla más importante del Movimiento. No hubo canales de televisión ni enormes columnas. Pero a la noche, en las calles solitarias de las poblaciones y en los puestos de guardia en los vivacs, los que habían visto el festejo tras una jornada de trabajo agotador, se sorprendían tarareando la marchita y alguna pegadiza consigna montonera.