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Por Carlos Matías Sánchez
Hace más de una década, los sectores populares, vapuleados tras 12 años de neoliberalismo salvaje, salían a expresar sus reclamos, pero ante todo, a luchar por su dignidad.
El riojano no había dicho lo que iba a hacer como presidente, porque sino, no lo votaban. El apático radical cordobés que lo sucedió se había mostrado como algo diferente a él, y estaba al frente de la Alianza entre el radicalismo y sectores progresistas, algunos provenientes incluso del peronismo.
Sin embargo, Fernando De la Rúa ratificó el rumbo del país, principalmente la convertibilidad, vigente desde 1991 pero ya mostrando su peor cara desde unos cinco años antes de la asunción del radical. Para sostener este modelo, el flamante mandatario apeló, como su antecesor y como tantos presidentes de nuestra Historia, al endeudamiento externo, mediante el megacanje y el blindaje.
Lejos de desterrar la corrupción que reinó durante los noventa, que bien le valen a ésta década el calificativo de Segunda Década Infame, De la Rúa tuvo durante su mandato su propio escándalo de grandes proporciones, en ocasión de la aprobación de la ultraliberal ley de “reforma” laboral.
Una medida flexibilizadora totalmente en sintonía con las políticas de Carlos Saúl Menem, que contó con la aparición de “la Banelco” que resolvió la votación pero provocó la renuncia del vicepresidente, el peronista del FREPASO Chacho Álvarez, y el paso al costado de muchos de los dirigentes de su sector.
Para solucionar la crisis galopante, que incluía un preocupante aumento en la desocupación y los niveles de pobreza, De la Rúa apeló al ajuste y convocó al economista estrella del establishment, alguien que contaba con los antecedentes de haber sido el artífice de la tan defendida convertibilidad como ministro de Economía de Menem, y de la estatización de la deuda del sector privado como presidente del Banco Central durante la última dictadura cívico-militar.
Domingo Cavallo, uno de los grandes responsables del saqueo del patrimonio nacional y el endeudamiento y dependencia de nuestro país con los organismos internacionales de crédito, era para De la Rúa (y los medios masivos de comunicación que aplaudían la designación) la solución a los males de nuestro país en crisis.
En fin, un gobierno “radical” que en sus aspectos fundamentales nada tenía que envidiar a su antecesor “peronista”, prosiguiendo y llevando a un punto crítico las políticas de ajuste, flexibilización, privatización, desguace del Estado, desregulación y endeudamiento impartidas desde el Consenso de Washington y tan aconsejadas por el FMI y el Banco Mundial. Las mismas que hoy insistentemente se vuelven a aplicar en Europa.
Pero nada era tan fácil para aquellos gobiernos. Como en todas las etapas negativas para los sectores populares, habían surgido resistencias al régimen neoliberal, a esa dictadura del mercado que empezó en 1976 bajo fuego pero a partir de 1989 se profundizó en plena democracia.
El sindicalismo entreguista tuvo su contrapartida en el MTA de Hugo Moyano y la CTA de Germán Abdala y Víctor De Gennaro, con la idea de luchar, desde adentro y desde afuera de la CGT, respectivamente, contra los colaboradores del régimen que decían (y dicen) representar a los trabajadores.
Los primeros piquetes a causa de los primeros resultados de la privatización de YPF fueron multiplicándose, surgiendo así formas de organización popular novedosas, adaptadas a un proceso histórico en el que el Estado había abandonado todas sus funciones elementales (en favor del mercado) y millones de personas no sólo eran pobres sino que se encontraban directa y sistemáticamente excluidos del sistema.
En esta situación se encontraba la Argentina cuando en diciembre de 2001 el ministro de Economía Cavallo anunció la restricción a los retiros de depósitos de los ahorristas argentinos, el famoso “Corralito”. Los sectores medios, amenazados también por la crisis además de generalmente sensibles cuando se ven afectados sus ingresos y su status socio-económico, salieron a protestar espontáneamente luego de la olvidable cadena nacional del ya desbordado presidente del país.
Fue el 19 de diciembre, aquel día en que, en medio de piquetes en los que se reclamaba por necesidades básicas a un Estado que apenas podía responder con represión, y los cacerolazos de los ahorristas, se multiplicaron los saqueos a supermercados y comercios de todo el conurbano bonaerense, quizás fogoneados por dirigentes opositores que a más de uno hizo recordar a la salida de Alfonsín del gobierno doce años atrás.
Al día siguiente, las protestas fueron masivas y enérgicas. Era un pueblo que salía a reclamar por necesidades básicas, hastiado de años y años de no recibir respuestas por parte de una clase política que gobernaba para las corporaciones del poder económico concentrado y extranjerizado y que se beneficiaba de la corrupción sistemática y descarada. “Que se vayan todos”: no había esperanza, sólo había bronca y ganas de que aquello se termine, aunque sin saber qué era lo que podía venir.
De la Rúa respondió a estas expresiones con represión salvaje. Las imágenes funestas de los jóvenes sangrando, tirados en las calles, sin vida, golpeados salvajemente por las fuerzas de seguridad, y las Madres (que como siempre estuvieron donde estaba la lucha) acorraladas por la caballería; postales del trágico final de un modelo, el neoliberal, que dejaba un país con más de la mitad de pobres y un cuarto de desocupados, la deuda en niveles astronómicos y la industria nacional desmantelada, además de un Estado sin herramientas. La huida del presidente en helicóptero, expresión vergonzante de su cobardía, es apenas una anécdota comparada con esto.
Vicisitudes políticas y una cierta estabilización económica vendrían ya durante el año siguiente. Pero aquel modelo había caído, y en 2003 comenzaría un profundo cambio de rumbo. El hecho de que este 20 de diciembre las movilizaciones tengan como motivo la suba del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias y no pedir alimentos, es un síntoma de que aquel diciembre de 2001, aunque hoy sigan habiendo reclamos sociales, quedó afortunadamente muy, muy lejos.