Número de edición 8481
Opinión

Miserias Carcelarias: Juárez y Argañaraz; Familiares de policías

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Hugo Lopez Carribero
Abogado penalista

Juárez era un humilde trabajador, de 20 años de edad, jornalero que juntaba las monedas, como changarín en el Mercado Central de Buenos Aires.
La vida lo había tentado y en un intervalo, no muy lúcido, intentó arrebatarle la cartera a una mujer en las inmediaciones de la estación tren de Morón.

Hacía pocos días atrás, en la Provincia de Buenos Aires, se sancionaba una nueva ley por la cual el delito de robo simple en grado tentativa, como el que había cometido este muchacho, no resultaba ser excarcelable. Motivo por el cual Juárez quedo detenido, algunas semanas en la comisaría de Morón primera.

En la jerga carcelera, Juárez, no era más que un “cachivache”, es decir un tipo sin antecedentes penales, pobre y trabajador, que se encontraba detenido por un delito casi insignificante.

Si bien los demás detenidos, reincidentes, presos “pesados” de larga trayectoria delictiva, no trataban mal a Juárez, también fue cierto que éste no gozaba de ningún privilegio, era uno más del montón, a veces limpiaba los pisos, recibía las bromas groseras de todos, y trataba de dormir la mayor cantidad de horas que la circunstancia se lo permitiera,
para abstraerse de la realidad, como la gran mayoría de presos primarios.
Sus días de mayor entusiasmo, eran los miércoles, en los cuales recibía su única visita, la de su hermano.

Vaya uno a saber por qué extraña circunstancia, los demás detenidos tomaron conocimiento que el hermano de Juárez, era policía y que prestaba servicio en la comisaría décima de la Policía Federal Argentina.

Mal día para Juárez, por ser hermano de un policía, “yuta”, “cobani”, “gorra”, en el lenguaje de los presos, comenzó a recibir reiteradas palizas a cada rato, de ocho a diez golpizas por día. Todos “colaboraban” para que el pobre Juárez, tenga “su merecido”.

Cuando asumí su defensa, el personal policial, lo trasladó a un calabozo de aislamiento, los golpes terminaron, pero, según Juárez, comenzaron los dolores, pues me confesó que tanta era la impotencia con la que estaba viviendo que no había tenido tiempo para darse cuenta de las lesiones que estaba padeciendo.

Juárez, era un joven sano, fuerte y ágil, pero con una personalidad frágil. Por supuesto que hubo algo más. Varios meses después de recuperar la libertad comenzó el tratamiento contra el SIDA, luego, al poco tiempo, murió, por la misma tuberculosis mal curada que contrajo en el calabozo policial.
Muchas son las razones que los presos no aceptan dentro de las cárceles y calabozos a los violadores ó “violines”, desprecian y marginan a los vendedores de estupefacientes ó “transas”, y literalmente someten a los vigiladores privados ó “cubanitos”, así como también a los familiares de los policías, como le ocurrió a Juárez.

Esto es una norma, que no está escrita en ningún lado, como toda norma carcelaria, pero que se respeta a raja tablas. Esto es así en las comisarías o en las cárceles. Las miserias carcelarias están en todos aquellos lugares donde hubiere presos, en Capital Federal o en cualquier provincia argentina, en especial en la de Buenos Aires.

Así los presos, que tiene familiares policías se convierten en los “mulos” de los demás, es decir en sirvientes, coaccionados permanentemente, y con riesgo en su vida.

No importa la valentía que puede desplegar un sometido, como Juárez, pues de la resistencia deviene la pelea en forma automática, para luego pasar el sometimiento sexual.

Pero las peleas jamás son, como se conocen habitualmente mano a mano.
En el encierro carcelario el mano a mano más “justo y equitativo” es de 10 contra 1.

Para la idiosincrasia carcelaria, esta muy bien visto que un preso haya matado a un policía, ese es un ídolo. También lo son aquellos que han terminado presos, luego de un enfrentamiento armado con personal policial.
Los que han puesto en peligro su vida a costa de procurar el robo de un banco, o de un importante supermercado, constituyen un “buen ejemplo”.
Pero aquellos familiares de policías o del Servicio Penitenciario, Gendarmería, Prefectura, o militares, merecen lo peor de las miserias carcelarias, y así se lo hacen padecer, siempre.

Recuerdo también un caso, del cual no participé como defensor, de un hijo de policial bonaerense, preso en la comisaría de José León Suárez, no hace mucho tiempo.

El detenido, de apellido Argañaráz, ya había sido sometido sexualmente en reiteradas oportunidades, y obligado a confesar en qué lugar su padre prestaba servicios, y cuál era del domicilio de su familia.

Durante esos días, el padre del detenido se angustiaba por lo que podría estar viviendo su hijo dentro del calabozo de la comisaría. A pesar de todo, sus colegas de José León Suárez, le decían que nadie, en el calabozo, sabía que Argañaráz tenía el padre que era policía. Lo cual era falso, pues todos lo sabían desde el primer día de la detención. Así se conduce el policía bonaerense, se angustia de sus problemas personales, y se regocija de los problemas de los demás, en especial cuando se trata de un colega.
Un día, los presos avanzaron contra Argañaráz, le dijeron que sus familiares ya habían localizado su domicilio particular, donde él vivía con familia, es decir sus padres, y su pequeña hermanita de 3 años de edad.

Le dijeron también que si no hacía lo que ellos le pedían ese mismo día iban a mandar a matar a su hermanita. Argañaráz, accedió a la petición, metió los pies en una palangana con agua, y parado tomo con ambas manos los cables pelados de una deteriorada instalación eléctrica del cielo raso del calabozo, y así murió electrocutado, ante la vista, con ojos bien abiertos y las carajadas de los demás presos. Al día siguiente, antes que la morgue judicial hiciera entrega del cuerpo a los familiares, el padre se suicidó con el arma reglamentaria, a través de un disparo en la boca.

De todo esto se abrió una causa en los tribunales de San Martín, con el objeto de investigar la muerte de Argañaráz, quien había estado a punto de recuperar la libertad.

Los detenidos declararon, ante el fiscal y el juez, pero todos dieron explicaciones diferentes y contradictorias, hasta que uno de ellos confesó la instigación al suicidio de la que había sido víctima Argañaráz.
El sujeto declaró que a nadie le importaba la muerte del joven, si no que tan sólo estaban entusiasmados y curiosos para ver de “que forma una persona moría electrocutada”. Ese mismo preso terminó alojado en la unidad de máxima seguridad de Melchor Romero, donde también existe un hospital neurosiquiátrico para los presos de alta peligrosidad social.

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