Carlos Matías Sánchez
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Cuando estas líneas sean publicadas, se estarán cumpliendo 11 años de uno de los hechos más tristes de nuestra historia reciente, y al mismo tiempo más representativos de tiempos nefastos para los sectores populares que poco a poco van siendo dejados atrás.
Inimaginable era para aquellos jóvenes y trabajadores de fines de la segunda década infame pensar en un país con inclusión y participación política, con fuerza como para hacer frente a una crisis mundial de origen financiero que pone de rodillas a gobiernos europeos.
Con las instituciones demolidas, el patrimonio nacional entregado por monedas, el aparato productivo destruido y el país sujetado a los mandatos de aquellos organismos internacionales de crédito cuyas recetas suelen basarse en el ajuste y la represión, poco había para esperar para los sectores populares.
Esos sectores populares fragmentados, atomizados, divididos y gracias a ello vapuleados, por las salvajes políticas neoliberales que necesitaban de una clase trabajadora partida para imponer “las fuerzas” de la globalización. Ya no era ese pueblo unido de Perón y Evita, tampoco había una juventud con espíritu revolucionario como décadas atrás: varias corrientes sindicales (algunas de ellas cómplices del saqueo, otras no) y cada vez más movimientos sociales surgidos en los barrios como resistencia a la exclusión, eran los únicos espacios para defender lo poco que quedaba y luchar por un poco más.
Ese “poco más” no era demasiado ambicioso; no habían reclamos por impuestos regresivos ni por grandes aumentos salariales, básicamente porque el trabajo (y aún más el trabajo en blanco) era un bien precioso en sí mismo y porque la idea de paritarias difícilmente rondaba la mente de algún trabajador.
El reclamo era por alimentos, por subsidios, por trabajo, por soluciones paliativas que ayudaran a sobrellevar, a sobrevivir, a “aguantar” esa crisis que sería la fase terminal del proceso neoliberal en nuestro país. El método, el piquete, recurso tan legítimo como conflictivo, que según los medios y cierta clase media toma un cariz dependiente del sector social que lo utiliza y el reclamo que lo motiva.
Porque a veces parece que no es lo mismo reclamar por soluciones para la subsistencia de las familias humildes, por justicia social, por más acción del Estado, que por las restricciones a la compra de divisas extranjeras o aumentos impositivos a (los dueños de) “el campo”.
Pero volvamos a aquel 26 de junio de 2002. En eso estaban Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Reclamando dignidad.
Miembros de uno de los tantos MTDs (Movimientos de Trabajadores Desocupados, en este caso, el Aníbal Verón) que la flexibilización laboral y el desempleo de los noventa engendró y la crisis del gobierno radical hizo crecer con rapidez, Maxi y Darío, motivados por aquellas necesidades pero también por convicciones socialistas, fueron al Puente Pueyrredón.
Estaba en el poder un gobierno que se jactaba de su capacidad para “pilotear” la angustiante crisis que había heredado de una gestión del partido antagónico, cuestión que no impediría la continuidad de las políticas represivas y antipopulares entre ambas y también con respecto a la anterior, de la cual el ahora presidente en funciones había sido conspicuo miembro. El 20 de diciembre, la flexibilidad laboral, la devaluación: caras distintas de una misma moneda.
Esta manifestación, una entre tantas, quedó sin embargo en la historia. La clásica represión que las fuerzas de seguridad suelen ejercer sobre los sectores populares, en sus diferentes modalidades, quedó al desnudo (y registrada en los medios) cuando efectivos de la Policía dispararon sobre los cuerpos indefensos de los militantes. Así la sociedad argentina conocía a Maxi y Darío. Atestiguando esa escena macabra.
La complicidad de los medios masivos de comunicación, que atribuyeron sus “muertes” (asesinatos) a “la crisis” (la represión), no fue una cortina de humo efectiva para tapar lo inaceptable del suceso. Aquel presidente piloto de tormentas debió acelerar el llamado a elecciones, y, con ellas, vendría un cambio sustantivo en la relación entre el Estado y los reclamos de los sectores populares ante el derrumbe del modelo neoliberal.
Maxi y Darío son más que mártires; muchas veces reducir la importancia de luchadores populares a su acción y su heroísmo personal es omitir el contexto y negar su implicación en un colectivo del que son parte y que avanza o retrocede con ellos inmersos. Maxi y Darío son el símbolo de una generación que tuvo que luchar por justicia social en un contexto en el que estas dos palabras eran un lejano recuerdo de mediados de siglo y habían sido aplastadas por el individualismo, el consumismo y la concepción del trabajador como un instrumento utilitario más del “mundo globalizado” y el salario como un “gasto” sujeto a ajustes.
Una generación a la que el Estado abandonó y apaleó, a la que la política alejó y apartó. Pero esto no fue definitivo y su resistencia y la defensa irrenunciable de sus convicciones los encuentra hoy, en otras organizaciones o en las herederas de aquellas primeras, luchando en las calles o formando parte del Congreso, en una situación radicalmente distinta, con diferentes posiciones ante los cambios políticos de la última década.
Pero con una razón en común: la lucha por la justicia social y la igualdad de oportunidades, contra los abusos del sistema capitalista y por la construcción de un Estado que responda a las necesidades del pueblo y no se limite a reprimirlo para satisfacer las del capital.
Más de una década después las banderas de Maxi y Darío siguen flameando en cada movilización de trabajadores y en ellas, como sintetizó el referente actual del MPDS, “la ética que emana la figura de Darío: guevarista, anticapitalista, prefigurativa de la sociedad que anhelamos, además, acompañará a las futuras generaciones como una referencia ineludible para quienes se decidan a enfrentar las injusticias en busca de la emancipación definitiva de la humanidad.”