Por Pbro. Juan Morre
El jueves 1 de Noviembre, con motivo de cumplirse 150 años de la creación (1862) de la Parroquia de los Santos Justo y Pastor, en la Ciudad de San Justo, La Matanza, nos visitó el Sr. Nuncio Apostólico de Su Santidad, Mons. Emil Paul Tscherrig.
Luego de visitar la Curia Episcopal, donde fue recibido por Mons. Baldomero Carlos Martini y por el Canciller Pbro. Lic. Juan Morre, presidió la Eucaristía concelebrada con el obispo local y por Mons. Juan Suárez, obispo de Gregorio de Laferrere, junto con numerosos sacerdotes.
También participaron diáconos, consagrados y numerosos laicos pertenecientes a la Comunidad parroquial y a organismos diocesanos. Hubo representantes del Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial de La Matanza, como así también de las fuerzas vivas del Partido.
En su homilía, Mons, Tscherrig expresó:
“Es para mí una gran alegría poder celebrar con ustedes la solemnidad de Todos los Santos, en esta catedral dedicada a los Santos Justo y Pastor. También recordamos de manera particular el ciento cincuenta aniversario de la fundación de la parroquia Catedral.
Estoy entre ustedes como representante del Santo Padre, quien los saluda cordialmente y está unido a nosotros con el Espíritu del Señor que nos une íntimamente y nos reúne como familia de Dios. Al finalizar esta celebración tendré el privilegio de impartir la solicitada Bendición Apostólica.
La fiesta de Todos los Santos, es quizá la más hermosa celebración de nuestra identidad cristiana. Gracias a al fe que hemos recibido por el testimonio de nuestros padres, hemos sido bautizados. El bautismo nos ha conferido la gracia de ser hijas e hijos de Dios, una nueva creación. Por el mismo sacramento nos ha insertado en la gran familia de los creyentes, que profesan que Jesucristo es el Hijo de Dios y que, por el don de su vida, muerte y resurrección nos hacemos ciudadanos del Cielo.
A esta familia pertenecen las innumerables escuadras de los santos del cielo, de las que afirma la primera lectura (A. 7,4.9-14) que se trata de “una enorme muchedumbre imposible de contar, formada por gente de todas las naciones, familias, pueblos y lenguas”.
Efectivamente, es un maravilloso pensamiento que desde ahora, como peregrinos en este mundo, somos hermanos y hermanas de tantos espíritus beatos que ya han alcanzado el destino final que nos espera, es decir, la comunión con la Santísima Trinidad. Ya, ahora, están ellos delante del trono de Dios, revestidos de túnicas blancas, signo de que ellos vienen de la gran tribulación de este mundo. Son las personas, hombres y mujeres, y también niños como los santos Justo y Pastor, que “han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero” (v. 14)
Pero también, desde ahora, formamos una familia con todos los bautizados en este mundo, y sobre todo con la gran familia de los católicos. Alguna vez, viviendo en nuestras parroquias y diócesis, olvidamos esta dimensión de nuestra Iglesia.
Como católicos somos miembros de la Iglesia Universal, que comprende personas de todas las naciones, lenguas, razas y pueblos.
Esto significa que en la Iglesia Católica no hay extranjeros, sino solamente
hermanos y hermanas en Cristo. Siempre me duele, cuando oigo hablar de sacerdotes y religiosos que son clasificados extranjeros, como si no formaran parte de la familia de la Iglesia local, no obstante el hecho que Cristo mismo, por su muerte y resurrección, ha abolido todos los muros que nuestra falta de caridad ha levantado o continúa levantando entre nosotros. Por otra parte, me agrada ser ciudadano de nuestra Madre Iglesia, donde también, si vengo de afuera, me siento en casa, no por mérito mío, sino porque tengo la fortuna y el privilegio de ser cristiano.
La piedra angular de esta comunidad de los santos es Cristo, el Señor. Él es el enviado del Padre, en quien hemos llegado a ser hijos de Dios. Si nos mantenemos unidos al Señor, estamos también en comunión con todos los hermanos en el cielo y en la tierra.
Esta nueva humanidad creada por Cristo, revela el plan de Dios con el universo. En la carta de San Pablo a los cristianos de Éfeso, el Apóstol resume este plan con las siguientes palabras: en Cristo el Padre nos ha hecho conocer el misterio de su voluntad, es decir para que se cumpliera en la plenitud de los tiempos: “reunir todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es Cristo” (Ef. 1,10). El mismo Concilio Vaticano II ve en la Iglesia católica el “sacramento”, es decir el signo profético de la unidad de todo el género humano.
Esta unidad se manifiesta particularmente en la celebración de la
Eucaristía, donde los miembros de la Iglesia constituyen un solo cuerpo en Cristo. Ahora, todos los santos de Dios, los del cielo y nosotros, los de la tierra, estamos esperando el regreso de Cristo en su gloria. Cuando Cristo se manifieste, tendrá lugar la “gloriosa Resurrección de los muertos, la gloria de Dios iluminará la ciudad celeste, y su lumbrera será el Cordero (Cf. Ap, 21,23). Entonces toda la Iglesia de los santos, en la felicidad suprema del amor, adorará a Dios y al Cordero que fue inmolado (Cf. Ap. 5,12), proclamando con una sola voz :”Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, gloria, imperio por los siglos de los siglos” (Ap.5,13) (LG 51)
Para formar parte de este grandioso plan de Dios con la humanidad, todos debemos aspirar a la santidad de la vida presente.
Las condiciones están expuestas en el evangelio de hoy, donde el Señor enseña
el camino de las bienaventuranzas. “Los felices” son sobre todo aquellos que tienen un “alma de pobre” y que representan el espíritu de los que desean ser miembros de la familia de Dios. El pobre no puede pretender nada; él está ahí con las manos vacías y depende en todo de la caridad y de la misericordia de los demás. Esta actitud indica la precondición del cristiano para poder participar en la herencia de los santos.
En fin, la comunión de los santos en Jesucristo hace que funcionemos, por usar una terminología física, como un vaso comunicante, donde el bien, pero también el mal, de cada uno, afecta a todo el resto del cuerpo. Como los santos en el cielo interceden por nosotros, así también nosotros podemos interceder unos por los otros. El Cura Brochero poco antes de su muerte, ya anciano y sufriendo lepra, ha escrito al respecto: “Es un grandísimo favor el que me ha hecho Dios nuestro Señor, en desocuparme por completo de la vida activa y dejarme la ocupación de buscar mi fin y de orar por los hombres pasados, por los presentes y por los que han de venir hasta el fin del mundo”. Por lo tanto el Santo Cura también ha rezado por nosotros y
continúa haciéndolo. Esta intercomunión es posible en Cristo, quien es el
Mediador de todo. Por otra parte, el escándalo causado por un católico, sobre
todo si se trata de consagrados, pueden tener repercusiones sobre toda la
Iglesia en el mundo.
Lamentablemente los escándalos son más visibles, pero en la vida, como siempre, el bien que hacemos es más fuerte que el mal, porque se realiza con y en Cristo.
El 11 de octubre comenzó el Año de la Fe querido por el Santo Padre. El Apóstol Pablo escribe a su colaborador y amigo Timoteo, que busque la fe (cf. 2 Tm. 2,22) con la “misma constancia e cuando era niño” (2 Tm. 3,15). Y el Santo Padre continúa: “Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe”. Y agrega: la fe es “la compañera de la vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo”. Y concluye: “Lo que el mundo necesita hoy de manera especial, es el testimonio creíble de los que iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida
verdadera, ésa que no tiene fin”
Oremos al Espíritu Santo para que nos ayude a encontrar al Señor Jesús y que, encontrándolo, abra nuestro corazón a su gracia y amor”.
Al finalizar la Santa Misa, el Legado Pontificio, impartió la Bendición Apostólica.
Luego participó de un ágape fraterno en el que se mostró cercano e interesado por cada uno de los presentes.