Número de edición 8481
GBA

Segunda parte de la entrevista a Raúl Orlando Artola

Segunda parte de la entrevista a Raúl Orlando Artola

Más acerca de la vida y obra de este escritor argentino, autor de varias obras literarias.

Por Rolando Revagliatti

Por teléfono me anticipaste que estás organizando un volumen que se titulará “La mirada corta”.

ROA: Sí, a principios de año retomé el proyecto de hacer una especie de antología personal de la totalidad de mi obra poética, que ahora alcanza los cuarenta años desde mis primeros textos legibles. Cinco libros nada más, soy muy riguroso, tengo mucha paciencia para dejar decantar los materiales antes de decidirme a publicar uno. Había encontrado un título, “La mirada corta”, que creo representa bien el enfoque central de mi poética.

Había empezado una selección, pero al llegar al último libro, “Registros de hora prima”, me encontraba en una encrucijada rara: me iba a resultar muy difícil elegir los textos de ese libro porque escapan bastante a las formalidades de la poesía —es poesía en prosa, diría yo—. En algunos de estos textos la tentación de la narración es muy grande, pero pienso que el perfume, el aroma de la poesía no deja de estar nunca. Por lo tanto, no me sentía en condiciones, además no tenía tiempo ni ganas de hacer esa selección y le pedí a Silvia Castro que leyera, ella conocía muy bien mi obra. Silvia es una excelente poeta y fotógrafa, y severa crítica, no iba a hacer concesiones e iba a elegir lo que realmente le parecía lo mejor.

Bajo ese concepto de “la mirada corta”, hay un estilo, se puede decir que más que estilo es un concepto en mi poesía, que toma una distancia intermedia entre el yo y el exterior más lejano y abstracto, la sociedad, la historia; elijo la distancia entre las personas, la distancia entre el entorno más inmediato de uno, el barrio, las fronteras cercanas del yo poético. Y creo que eso está en todos los libros en forma preponderante.

Y bueno, así se armó, porque Silvia ya terminó su trabajo y “La mirada corta” espera ocasión propicia —o sea tener unos pesos— para poder editarlo y no sé si saldrá este año o el año que viene, pero cuando se pueda lo voy a sacar y posiblemente con la editorial La Carta de Oliver. El último libro, “Registros de hora prima”, lo hice allí porque Santiago Espel es un buen poeta y también un excelente editor, un solidario y riguroso editor, eso es lo que uno pide y lo que más desea: que no impriman a libro cerrado, y Santiago Espel es de los que hacen su trabajo muy bien.

¿Cómo te llevaste y cómo te llevás con algunas aspiraciones que pudiéramos denominar utópicas?

ROA: No sé si tuve alguna vez aspiraciones determinadas, de las que luego podría llamar utópicas. Creo que fui eligiendo según la marcha del camino, a medida que se daban los acontecimientos, cuando se frustraba un camino tomaba otro, pero no quería lo que se establece como “el rumbo del éxito en la sociedad”: el dinero, una posición, un determinado status, nada de eso. Cuando era chico siempre me decía que, si eso era lo que regía, que, si eso era lo que se podía obtener con facilidad en este mundo, eso no me interesaba.

Yo quería otro tipo de cosas, conocer, saber de todo, tenía una mente enciclopedista y de tipo espiritual pongámosle. Hasta que me di cuenta años después que me fascinaba la frecuentación del arte, como espectador o lector en principio, y si pudiera hacerlo mejor. Entonces no tengo frustraciones, porque nunca me conduje hacia algo prefijado, fui encontrándome conmigo mismo, siempre tomé lo que venía e hice con lo que venía lo mejor que pude, por lo tanto, no conservo en mí una cosa como frustración o decepción.

Siempre uno tiene una cosa pendiente en la vida, y tiene un matiz utópico que es el amor, ¿no? El amor va y viene, pero cada vez está cumplido, no valen las lamentaciones o balances postreros, sobre si lo que se vivió, valió. Entonces, yo creo que el amor es renovable y por lo tanto la utopía es en sí mismo el amor (el amor físico, el amor de hombre-mujer), que siempre se renueva, hay otro delante.

En lo que podría decirse que sí tuve una decepción fue con las aspiraciones de cambios grandes en la sociedad en la década del setenta, un cambio rotundo de paradigma social y económico que trajera más justicia y equidad para todos los hombres. Esa sí que es una utopía también, pero uno se acostumbra cuando va creciendo, se da cuenta que esa utopía es tan grande que, si bien vale la pena seguir luchando por ella, es fácil que se frustre. En ese sentido tampoco soy un desencantado que me haya abrumado la situación. Estuve cerca, estuve peleando en aquellas trincheras de entonces pero después, sin bajar las banderas, las he adaptado a mi manera.

Yo vivo en el borde de la sociedad, me refiero a que vivo en el borde de lo económico y de lo social. Es un lugar que me queda bien, me siento cómodo, no paso estrecheces, pero nunca me sobra nada. Tengo el dinero que necesito para las cosas que me procuro: el confort, la necesidad de alimento material, intelectual y espiritual, y, por lo tanto, eso hago: estar en los márgenes.

Jorge Leónidas Escudero (1920-2016) pretendía “Mirar el objeto y al mismo tiempo mi centro para ver si veo más allá de las distorsiones.” ¿Expresarías de modo similar lo que pretendés?

ROA: Es buena y profunda la frase de Escudero, coincido en parte porque tiene muchos filos, se la podría “diseccionar” en retazos. Pero a mí me gusta la de Juan José Saer que dice “un miope debe ser modesto: la mancha móvil ocupa todo su reducido campo visual y aniquila, sin malignidad, lo demás” —es de una partecita de “Argumentos” (una serie de relatos breves).

Yo a mis alumnos de taller solía decirles que asomarse a lo poético es crear la dimensión de un objeto nuevo. A partir de nosotros, de nuestra mirada, dirigirnos hacia cualquier cosa: una persona, un lugar, un paisaje y verlo profundamente con esos ojos nuestros. Y en el medio de esa mirada, en el ir y venir, en la frecuentación honda y profunda, generar un objeto o ente distinto. Ese objeto, ese ente distinto es el poema. Cuando lo hemos logrado después de varios intentos, ese puñado de versos expresan una nueva realidad, esa es la relación que, con suerte, podemos lograr.

Haber podido hacer con lo otro, con lo que no es de uno, lo que uno desea, lo que desea expresar, y ése me parece que es un pequeño o gran hallazgo. Pero es un secreto que pocas veces se habla de él, lo reconocemos muy de tarde en tarde.

Para el autor de “Las nuevas generaciones”: ¿Qué poetas jóvenes —o no jóvenes, pero que hayan comenzado a publicar en los últimos años— más te interesan?

ROA: Esa es una pregunta comprometida y difícil para responder sin consultar las lecturas de los últimos tiempos. Siempre se es injusto, por ahí alguien que uno no querría omitir queda afuera, pero voy a arriesgar. A mí me gusta mucho la poesía de Carina Sedevich, la santafesina; de Jotaele Andrade, el poeta de Azul, provincia de Buenos Aires; la poesía de Carina Nosenzo, de Río Negro, Eliana Navarro, Cecilia Fresco —que vive en Villa La Angostura ahora, como Diego Reis—, Paz Levinson, Carolyn Riquelme, de Bariloche, María Inés Cantera —de acá, de la Comarca Viedma-Patagones… Sería innumerable la lista, me quedo ahí con esos nombres.

Esos poetas más o menos expresan, dentro de lo que he leído, lo que me ha gustado más, pero siempre el motivo está relacionado con la entrega. Hay gente que escribe entregándose, escribe con todo el cuerpo, escriben con sus sensaciones y con sus sentimientos, escriben para pensar, no piensan para escribir; y eso se nota mucho, suele notarse cuando un escritor o un poeta ha planeado lo que escribe y no está mal, pero yo aprecio el trabajo de esperar a que el inconsciente nos dicte las palabras, eso es lo que prefiero, eso es lo que intento yo y a veces lo logro y eso es lo que más me satisface.

¿Comidas que preferís y comidas para vos incomibles? ¿Bebidas que te entusiasman y bebidas desagradables?

ROA: Bueno, el gusto es de las cosas que cambian según las edades, según los lugares, según las personas con las que compartimos la mesa. Nunca he sido refractario a un tipo de comidas, no lo recuerdo… Ah, sí, la sopa de tapioca que hacía mi madre cuando éramos chicos. Era insoportable, la rechazaba.

Después, los platos que al chico le gustan son milanesas con puré, por ejemplo. El puchero viene después, el puchero es el que come el padre, y que uno después cuando se hace más grande lo puede apreciar. En una época, con una pareja que tuve en Comodoro Rivadavia —porque residí también un año en Comodoro Rivadavia—, habíamos conseguido no me acuerdo por qué medios, si lícitos o más o menos, un curry de la primera calidad, importado —vaya a saber de qué origen—. Y solíamos hacer un pollo al curry con arroz (cuando había plata para pollo, si no arroz con curry solamente), que nos tuvo muy entretenidos por una razón muy sencilla: descubrimos que ese curry es afrodisíaco. Entonces se puede decir que pasamos una temporada de luna de miel con un curry tan bueno.

En cuanto a bebidas he tomado preferentemente vino, hasta hace tiempo, que dejé de beber alcohol, hará quince años. Era hombre de vino tinto y de damajuanas, el vino en damajuanas y el mejor que se pudiera conseguir, ¿no? A veces no se podía y a veces nos parecía buenísimo el Parrales de Chilecito, y si no, excepcionalmente, una botella de vino de reserva, un Cabernet Sauvignon, un Malbec. Pero la bebida que siempre ha perdurado una vez que la conocí —más o menos lo que se puede decir bien— fue el champagne.

Ahora el único alcohol que tomo es champagne, un poquito siempre para las fiestas. Y yo que creo que el champagne va bien con todo, si te cae bien va bien con todo. El champagne demisec es perfecto, o el brut. Hasta el brut me he animado, es un poco astringente, pero se saborea bien.Respecto de las desagradables: la leche, y las tóxicas, para mí intomables, bebidas cola de diverso origen y composición.

¿Qué opinión te merecen las poéticas del norteamericano Gregory Corso (1930-2001), del español Blas de Otero (1916-1979) y del persa Omar Khayyam (1048-1131)?

RA: A la generación beat norteamericana llegué tarde, como llegué tarde a los Beatles, a muchas cosas de esas décadas. Llegué tarde y me lo lamenté, porque cuando descubrí el Aullido de Allen Ginsberg, ¿cómo no respingar, no? Es bravo enfrentarse con el Aullido. Leí un poco de Ginsberg, después de Lawrence Ferlinghetti, de Jack Kerouac, de William Burroughs. Burroughs me interesó muchísimo, pero a Corso no llegué, o si llegué lo leí en alguna antología y entonces no se puede apreciar si es una muestra de tres o cuatro poemas, y nunca lo busqué especialmente, por ejemplo, en algún blog que se dedica a la poesía universal tiene que haber muy buenas muestras de Gregory Corso, pero no lo disfruté.

En cuanto a Blas de Otero, cuando estaba preparando la edición de mi primer libro, “Antes que nada”, uno de mis poetas más frecuentados era él. Me daba en la tecla de lo que necesitaba en ese momento, al punto que uno de los poemas que más quise de ese libro tiene epígrafe de Blas de Otero. Dice: “y un golpe, no de mar, sino de guerra, que destierra los ángeles mejores”. Eso es de Blas de Otero, y me marcó, esa lectura me marcó para siempre, inclusive para dejarlo estampado en un libro mío.

Y de Omar Khayyam, “Las Rubaiyatas”, que leí en edición de Losada por supuesto, la más difundida entre nosotros. Me impresionó mucho la cultura que expresaba y cómo la expresaba, con qué brevedad y en pocas palabras hacía un hedonismo militante: cantarle al vino, cantarle a la naturaleza, cantarle al amor, a las mujeres. Me parecía maravilloso, era como transportarme a otra cultura, realmente, nunca había leído cosas así. Nunca había leído en castellano a un poeta así, y además la forma me caló hondo, y ahí empecé a fijarme en el poema brevísimo, los aforismos, los epigramas; que cuando descubrí a otros como Antonio Porchia y a Raúl Gustavo Aguirre, me hice muy afecto a esa forma.

Esa era una ambición, ¿ves? Es una ambición que tenía: poder captar algo de ese aroma de poesía, de ese perfume de poesía condensadísimo y que después lo encontré en otros autores, en Juan José Arreola, por ejemplo, el mexicano, o Marcel Schwob, el autor de “El libro de Monelle” y “La cruzada de los niños”. Mirá, justamente a estos dos últimos admiraba Borges, pero no los honraba mucho. Es para admirarlos, pero no se los puede imitar, de ninguna manera se los puede imitar. Pero se te puede colar la forma adentro tuyo, y a veces salir algo que tenga que ver, un parentesco más o menos cercano, pero es muy ocasional; yo lo he hecho en “Croquis de un tatami”, en “Aguas de socorro” también.

En “Croquis de un tatami” he hecho toda una sección con esos “textos anómalos”, como dijo una profesora, donde uno no distingue demasiado bien entre el aforismo, el epigrama, el poema breve y el brevísimo. Y me sigue tentando mucho, y cada tanto soy rozado por el ala de esa mariposa extraña de la brevedad, por ejemplo, cuando digo “con la poesía nunca se sabe”.

Raúl O. Artola selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:

del barro a la madera

Estamos tocando la vida

con la punta de los dedos

como aquella vez que un hombre

encendió la primera palabra

y fundó el fuego,

ese hombre de barro original

reseco después de tantos siglos.

Con temor por la cornisa,

buscamos la madera perfecta

que soporte el paso de todas las aguas

y el calor de cada sol del universo.

Dioses pequeños, conmovedores gepettos

del asfalto y los relojes,

taumaturgos frustrados pero tercos,

bailarines del alma,

criaturas a cuerda con la boca cosida

y amores dispersos,

renovadas legañas del Ojo que duerme,

manos del hastío aburrido de sí mismo,

cañas que pujan por despertar los colores

de la paleta del último pintor

hecho con el barro viejo,

ése al que empiezan a crecerle

los pies y las piernas

de una extraña madera,

indestructible.

(de “Antes que nada”)

hombre frente a una ventana

La luz tiene cadalsos oscuros

que reciben su matriz desde la noche.

Mira el hombre los destellos intermitentes

detrás de la ventana

y completa los espacios con figuras astrales,

los caballos de las medias horas,

los gatos de quince minutos,

los lobos que vienen cada sesenta segundos

a bloquear los valles claros

en la pantalla de cine.

Y dos viejas encorvadas de luto

llevan flores a los muertos

para que con el perfume gocen.

La serenidad de la luz permite

estas agonías intrépidas

en su moviola segura y lenta.

El hombre sigue frente a la ventana

cuando escucha a sus espaldas

una rapsodia electrónica que le refuerza el alma

para sufrir todos los cadalsos,

una por una las tropillas,

la llegada felina de los cuartos.

Sin sobresalto, el hombre

mata puntualmente los lobos del minuto

y las viejas huyen con sus ramos inútiles.

(de “Antes que nada”)

El aire no es gratis

Tengo por especialidad el cero,

la nada, el escardillo,

la nata de la leche,

los palenques de almacén

de copas y ramos generales,

la sinrazón del miedo,

la espuma de los días,

el coraje de los chicos

en la escuela,

las escobillas de una batería,

el barro de los nidos,

la fisiología del pájaro,

que con poco se conforma.

Todo eso que no es mío

me viste el corazón y lo amuralla

de los vientos de la mala conciencia,

del pecado de no ser,

del ojo que no ve lo que gritan

las calles,

de la negrura que baja

de palcos y de púlpitos.

Y sólo a veces

alcanzan los andrajos

para abrigar esa lumbre indecisa,

un fueguito

al pie de mis desvelos,

luz que viene desde lejos

y nunca me abandona.

 

(Miro a mi compadre,

pita fuerte antes del trago

de ginebra y asiente

con un gesto de cabeza.

Me quedo más tranquilo).

(de “[teclados]”)

El eco del espejo

Como el preso que barrena

el fondo de su celda

y no halla nada

no hace el túnel no ve luz

se cansa solamente

y ni una mano vieja

encuentra en la tarea.

 

Como el minero con su pico

que abre paso en roca viva

por metal o piedras o carbones

sin descanso ni agua ni alimento

hasta que baja el sol

y se fatiga.

 

Como el hombre vencido

por algunas cuestiones con la vida

que rema una chalupa

en el desierto

y no hay brazos que alcancen

para mover esa madera

seca y clavada

en el sueño del agua.

Como el niño que besa el vidrio

del espejo y cree que besa

a un niño que se le parece

demasiado para ser real

y siente que el frío

de tan pulida superficie

es peligroso como el hielo.

Cae y golpea la nuca

en una silla y no hay nadie

y el grito que sale de su boca

no se oye no es un grito

es el espejo que repite

el beso como un eco

de los remos en la arena

como el pico del minero o del preso

que retumba en la nada

de la inmensa soledad.

(de “[teclados]”)

Landscape

En la pintura

se ve una gris

casa de leños,

antigua y sólida,

en medio del bosque.

Parece confortable,

un edén posible

para hacer la vida

libre y volátil

de la imaginación,

siembras y cosechas,

amores y comidas.

De pronto, el cuadro

se abre ante nosotros,

nos devora

y dentro encontramos

moho, alimañas,

tabiques vencidos

y un acre olor

a leños húmedos.

Vive gente allí

que se recela

y duermen

con un ojo abierto

y la mano

en el hacha.

(de “[teclados]”)

El cuerpo y el alma andan juntos. Hay pruebas de ello. A la mañana, cuando despertamos con el cuerpo dolorido, hemos tenido pesadillas, casi siempre, aunque no las recordemos. Otras veces, me dijo una mujer, nos sentimos angustiados, tristes, y los huesos se quejan amargamente. ¿Hace falta un manual médico o psicológico, que clasifique y mensure estas comprobaciones? ¿O una nueva Biblia que las parafrasee? Así habló mi amigo, el guardagujas de Zapotlán, con una cataplasma en la espalda y una pierna enyesada, mientras velaba un duelo extraño, la muerte de la calandria vespertina que vivía en un ciprés de su otro amigo, el publicista de Lisboa, que fuma, fuma y fuma sentado en el umbral.

          (de “Registros de hora prima”)

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