Por Pbro. Juan Morre
Canciller del Obispado
El Domingo pasado escuchábamos el Evangelio de las tentaciones de Jesús.
LLevado al desierto por el Espíritu, Jesús experimenta su condición humana. El demonio pone frente a Él diversas tentaciones que tienen un sólo trasfondo, que niegue su condición de Hijo de Dios. Ese es su objetivo, alejar al hombre de Dios y así quitarle sentido a su vida.
Lo consiguió con Adán y con Eva. Lo consiguió muchas veces con el Pueblo de Israel, que jugó su historia entre la fidelidad y la infidelidad. Pero no pudo lograrlo con Jesús, que entregó su vida por obediencia absoluta al Padre. En este Domingo contemplamos la gloria de Jesús, su condición divina. Anticipo de su futura gloria que es la nuestra. Jesús no negó al Padre y por eso es ahora el Padre el que da testimonio del Hijo.
La oración colecta sintetiza poéticamente la finalidad para la que fue creado el ser humano: “Padre santo, que nos mandaste escuchar a tu Hijo amado, alimenta nuestro espíritu con tu palabra, para que después de haber purificado nuestra mirada interior, podamos contemplar gozosos la gloria de su rostro”
Contemplar gozosos la gloria de su rostro. “Felices los puros de corazón, porque ellos verán a Dios”
Ver a Dios, contemplar su rostro es la plenitud de la felicidad que tanto buscamos.
Ahora a tientas nos afanamos por satisfacer el vacío profundo que ha cavado el pecado de Adán en nuestra alma.
Somos mendigos de la felicidad. A veces creemos encontrarla en pequeñas o grandes cosas que se nos cruzan. Buenas o malas. Otras nos contentamos con llenar el vientre, como nos dice san Pablo. Pero el hueco continúa ahí detrás y nos hace recordar que somos incompletos.
Frente a eso podemos detenernos en la angustia y la depresión o seguir buscando por el camino que nos señala nuestro Arquitecto.
La Palabra, que como señala san Pablo penetra como espada de doble filo, es la única que puede ayudarnos a purificar la mirada de nuestro corazón.
A comprender la realidad de nuestra existencia y a descubrir el verdadero camino hacia la auténtica y definitiva Felicidad.
Una vez purificada por la Palabra nuestra mirada interior, estaremos preparados para contemplar el Rostro de Jesús.
En el Rostro de Jesús podremos contemplar dos verdades que son el fundamento de todo nuestro ser. En el rostro de Jesús contemplaremos la infinita belleza de Dios; pero al mismo tiempo podremos contemplarnos a nosotros mismos, porque el rostro de Jesús es imagen y modelo de nuestro propio rostro. En definitiva, lo contemplaremos y nos contemplaremos. Lo conoceremos y nos conoceremos tal cual somos por Él conocidos. Todo el plan de la salvación tiene esta meta.
En este año de la Fe, los católicos debemos recuperar la centralidad de la Palabra para que sea guía y luz de nuestros pasos.
Cuando la humanidad no tenía acceso a la Palabra, porque no sabía leer ni escribir, los evangelizadores acudieron a otros recursos, como la vida de los Santos, la meditación de los misterios del Santo Rosario, las devociones, etc. Todos medios que mantienen su eficacia y santidad y a los que debemos recuperar renovados. A ellos y por su medio, debemos sumar la lectura orante, personal y comunitaria, de la Palabra de Dios.
La catequesis, el estudio, la oración, las homilías…. nos deben ayudar para que la Palabra cumpla su cometido y no vuelva infecunda a Dios. Y su cometido es purificarnos, quitar de los ojos de nuestra alma, los obstáculos que nos impiden ver a Dios.
Escuchar la Palabra, anunciada y predicada por la Iglesia, es escuchar a Jesús. Si habiéndolo escuchado lo seguimos, entonces como Pedro, Santiago y Juan, podremos contemplar la gloria ya alcanzada y por alcanzar. Nuestra verdadera y más rica herencia.
Que esta santa Cuaresma nos ayude a crecer en la vida espiritual, para que nuestros gestos exteriores, sean manifestación de la riqueza interior que ha sido sembrada y germina en nosotros.
“Gracias Señor porque aún viviendo en la tierra nos haces partícipes de los bienes del cielo” Amén