Número de edición 8481
La Matanza

Miserias Carcelarias: La Plaza de San Justo.La morbosidad de un buen padre de familia

Hugo Lopez Carribero
Abogado penalista

Como dijimos en un capítulo anterior, la morbosidad que albergan algunas mentes humanas tiene pocos límites. Es especial cuando se trata de poner de situación de indefensión a un niño, dañándolo de una manera miserable,
la mayoría de las veces a través conductas incomprensibles para el resto de las personas de bien.

Darío Segovia era mozo en un bar de San Justo. Las propinas eran, como habitualmente ocurre, una entrada monetaria importante en su economía.
Todo lo recaudado en materia de propinas, Darío lo destinaba a comprar útiles para el colegio de sus seis hijos, todos concurrían a una modesta institución educativa de González Catán.

Pero los oscuros pensamientos de Segovia eran constantes y uniformes.
Quería ver sangre, quería ver llantos y contemplar sufrimientos, pero no de cualquier persona, sino sólo de niños. De esta manera, estaba dispuesto a generar esos sufrimientos.

Frente al bar, estaba la plaza. Todos los días, a la plaza concurrían decenas de niños que jugaban en la hamacas y en los toboganes.

Tardó poco tiempo, para que Segovia decidiera su plan siniestro.

Le gustaba la manera en que los niños se deslizaban por el tobogán. Veía cómo lo bajaban, con rapidez y gritado de alegría con la brazos extendidos para ser recibidos por las madres que los esperaban al pié del tobogán,
paradas en la arena.

Una noche, Darío Segovia llegó tarde a su casa. Había estado en la plaza, examinando muy de cerca cada tobogán. Los observó como un científico que observa un nuevo virus en su laboratorio.

Uno de los toboganes, sería el elegido por Segovia. Cumplía con sus expectativas, en el marco de plan. Era de madera, y era viejo. Tenía ranuras muy finas que habían sido generadas por el simple paso del tiempo, la lluvia y el sol. En esas ranuras, Segovia colocaría las hojas de afeitar.

Pasaron tres días, Segovia alegó en su casa que un compañero de trabajo había fallecido de un paro cardíaco repentinamente. Necesitaba ir al velorio, y estaría acompañando a la familia del difunto.

En realidad, Darío Segovia, esa noche dedicó varias horas para instalar las hojas de afeitar en los toboganes de la plaza. Preferentemente, al final del deslizamiento, es decir en el lugar donde el cuerpo del niño,
bajaba con mayor velocidad.

Sin dormir, Segovia se presentó temprano en su lugar de trabajo. Su mirada compasiva, se filtraba por arriba de sus anteojos, cuando comenzaron a llegar los primeros niños para jugar en la plaza, muchos de ellos, por su
corta edad, acompañados de sus madres.

Los suspiros de Segovia expresaban la satisfacción de haber estado en la plaza la noche anterior, preparando el esquema de gozo y profunda satisfacción, que en pocos minutos daría su primera señal.

Una niña de 5 años, trepó la escalera del tobogán más alto, justamente donde Segovia, había colocado la mayor cantidad de hojas de afeitar, cinco en total.

La niña se deslizó con toda su fuerza, mientras su madre, la miraba con cariño, y con una sonrisa dulce de amor.

A los pocos segundos, con la niña de rodillas, comenzaron los primeros llantos y gritos de dolor, la madre no comprendía lo que esta sucediendo, y la niña no podía hablar. La pequeña tomaba aire como podía, hasta que le
mostró a su madre las manos llenas de sangre. La misma sangre que provenía de las largas y profundas heridas de ambas piernas.

Los acontecimientos se desarrollaron durante más o menos 20 minutos, hasta que la policía fue alertada, y los juegos de la plaza fueron cerrados. Se secuestraron un total de nueve hojas de afeitar, todas cuidadosamente instaladas en los toboganes.

Desde el bar, Segovia, se derretía de placer viendo el horrendo escenario, lamiéndose los labios, con los ojos bien abiertos, y con una sonrisa disimulada. Cuando el espectáculo terminó, pidió a su patrón irse a su casa, por no sentirse bien. Tomó un remis para llegar pronto a su casa y saciar los impulsos sexuales que la sangre de los niños le había generado.

Pocos días después, Segovia fue detenido por conducir en un alarmante estado de embriaguez, y trasladado a la comisaría de La Tablada. Desde ya que todos los policías de la zona estaban al tanto de los sucesos acaecidos en
la plaza de San Justo.

Dentro del auto de Segovia, se encontró una caja que contenía tres hojas de afeitar, de las mismas características que las halladas en los toboganes, en la caja decía: contenido 12 unidades.

La policía no tardó en darse cuenta que muy posiblemente, las hojas afeitar que faltaban en la caja del auto, eran las que se habían colocado en los toboganes. Esto fue comunicado con el fiscal de turno, quien dispuso la inmediata detención de Segovia.

El sujeto fue acusado de 18 hechos de lesiones graves, contra niños de entre 5 y 8 años de edad.

Segovia esperaba que llegara el día del juicio oral, simplemente para saber cuantos años sería su condena. Alojado en la cárcel de Campana, el día llegó, pero el juicio no se hizo. Darío apareció muerto en el pabellón tercero, sujetado con una cadena a las rejas, no tenía testículos ni pene. Una hoja de afeitar fue hallada dentro de su boca.

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