Número de edición 8481
La Matanza

Relatos relámpagos: Mix nocturno de vidas con y sin sentido. Por: Julio Philips

DERECHO RELATOS (1)

El reloj ya marcaba dos espacios y amenazaba con llegar al tercero. Era una noche oscura como un sueño perdido al despertar. Iluminada artificialmente. A pesar del trabajo forzoso que realiza el sol para ocultarse, el hombre se encarga de no darle importancia a las leyes del universo e instala nuevos faroles, aún más potentes, sobre sus calles. Claramente no estaba soñando. Es por eso que había decidido salir a caminar, pero esta vez, me dirigía al bingo.

Por: Julio Philips jphilipsnco@gmail.com

Hasta ese momento, ese espacio urbano no fue más, para mí, que un baño público de excelencia, pero algo me decía que tenía que ir a «probar suerte» o saborear desgracia.

Una señorita, con la que sueñan miles de apostadores cada noche, recibe a los jugadores y curiosos como yo. Le consulto si el bingo seguía funcionando a estas horas. Con una risa risueña, me dice que sí, que siga caminando hacia el fondo, suba las escaleras, que hacia mi derecha se encuentra esperándome la suerte.

Ingreso, me siento en la primera mesa sin ánimo de elegir entre las tantas que había vacías. No relataré el paisaje, pues creo que ustedes, lectores ansiosos, conocen muy bien el lugar, pero si me detendré en los personajes que ocupaban las pocas ubicaciones habitadas.

Al lado, en frente, hacia el otro costado, no se encontraba nadie. Debía aprovechar mis lentes al máximo para conocer sus rostros y es que al parecer, el bingo no es tan social como pensaba. Estábamos muy alejados, pero como unas celestinas solteronas, los vendedores de cartones se encargaban exclusivamente de unirnos. Veloces como tigres, acechaban al término de cada jugada, dando por sentado que se quería seguir apostando. «¿Cuántos?» Yo lo hacía de dos en dos, aunque siempre pensando que con tan solo un cartón bastaba. Comenzaban los remordimientos.

DERECHO RELATOS (2)

Mientras jugaba y perdía, y me escabullía entre los cantos numéricos, observaba un señor muy mayor, con su panza extremadamente grande y apoyada sobre la mesa. Teniendo en cuenta la hora y que estábamos a mitad de semana, apostaría que ese señor no tenía familia. O por lo menos es lo que yo quería creer. Unas ancianas abordaban otra mesa, eran las únicas que permanecían juntas, se hacían compañía una a la otra, imagino que para actualizarse los números si alguna de las dos se quedaba atrás con el conteo.

Mezclado como las bolillas, aleatorio como quien compra los cartones cuando en realidad no tenía pensado hacerlo, ya era uno de ellos. Estaba mutando, sentía los cambios en mí, pero seguía observando atento.

Se venía la apuesta de tres pesos, mayor premio. Comenzaban los amuletos de la suerte, las ancianas extraían de sus bolsos estampillas, el señor panzón simplemente cruzaba los dedos, hacía una cruz en su pecho y prestaba atención casi sin pestañear.

Todos hacían sus ridiculeces, imagino cotidianas, pero muy al fondo se encontraba el Chino. Le puse ese apodo pues lo parecía, petizo, delgado, cabezón, ojos rasgados, de traje, astuto, veloz, era un verdadero apostador, un extra de cualquier película de James Bond. Podría jurar, o apostar en este caso, que se encontraba en el lugar desde muy temprano. Sostenía cada tanto un vaso de whisky, él estaba ahí para eso, su meta era ganar las apuestas, las jugadas, atraer la suerte. Era su trabajo. Serio, no sociabilizaba con nadie salvo con los vendedores cuando traían los premios que ganaba. Se cambiaba de mesa, conocía su estadio, su marco de guerra, sus contrincantes, pues los éramos. Me observaba, a mí, a las ancianas, al señor panzón de la cruz en el pecho. Éramos débiles y él lo sabía. Invirtió, lo vi que invirtió, rodeado de cartones acomodándolos uno debajo del otro, comenzó a marcar los que salían de los parlantes. Había una milésima de segundo entre el conteo y su trazo. Como si conociera de memoria sus cartones. Como si fueran extensiones de su cuerpo. Mientras yo esperaba que aparezca alguno, aunque sea, de mis números alborotados e inexistentes.

«Bingo», aclaró, no lo gritó en lo más mínimo. Simplemente lo dijo, y los empleados se encargaron de gritarlo. Leyeron el número ganador, le llevaron el premio, nuevamente conteo de dinero mientras se acomodaba su saco. El día había terminado, su jornada laboral finalizaba con la última jugada. Su sueldo a fin de mes dependía de su suerte y astucia. Mientras el panzón, las ancianas y quien escribe no teníamos nada que hacer en ese lugar más que ser los inversores de alguien que la tenía clara, en el medio de tanta noche.

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