Me observo el nivelador de edad real mientras miro la altura de mis pantalones y su cinturón que sobrepasa el ombligo. No solo en la calle, sino también en la vida misma, recorro los pasos lentamente, suspirando por aquella incertidumbre perdida del destino, en aquello que no va a suceder, pero se asoma con ganas de recobrar vida, patalear, gritar, sonreír.
por Julio Philips
Luego voy cayendo en cuenta que tan solo voy dando a luz una teoría propia, inconclusa quizás, pero delirantemente real. A medida que pasan los años la vida va teniendo menos vueltas que las vías de un tren, y las curvas son cada vez más amplias. Las mujeres que se le acercan a uno ya no son aquellas dulces criaturas que pretendían alguna que otra eternidad fantasiosa. Aún así me siento cómodo, acostumbrado y acomodado en el sillón más amplio titulado paciencia. Ya no busco cumplir fantasías sino estar tranquilo. Mi juventud se suicidó en el momento justo en el que comencé a necesitar estabilidad emocional, cerebral y sexual. Ok, convengamos que para concretar el arte más animal y expresivo hace falta, a mi edad, asentar cabeza. Asentar cabeza frente al espejo, repitiendo una y otra vez las palabras mágicas, «la amo, la amo, la amo y estaré siempre a su lado». Digamos que hay que auto convencerse de ciertas cosas para resultar creíble ante los demás, o por lo menos ante la mujer, que por cierto realiza la misma práctica una y otra vez, tal vez menos ya que llevan sangre de actriz desde nacimiento. No vamos a entrar en detalle ahora de lo que el amor significa, pero sí les puedo ir adelantando que no pretendan a un escritor enamorado, no a mi edad… O por lo menos no en este instante.
«Juventud divino tesoro» dicen los ancianos, y quienes ya pintamos canas. Y recordamos las travesuras y vivencias de aquella edad dorada. ¿Por qué será que tan solo creemos haber existido en esa etapa de vida? «En mi época yo hacía tal cosa, tal otra…» ¡Mía! Tan solo mía era la existencia. Yo era el rey y señor de todo lo que me rodeaba, hasta dueño de mis propios sueños, misterios y locuras. Hacía y deshacía al sistema a mi gusto. Moldeaba cual plastilina al contexto y recorría sus límites hasta descubrir lo oculto, o por lo menos eso creía. Era libre del qué dirán, ajeno al pogo intermitente de la gente de ciudad, caminaba lenta y pausadamente por la calle mientras tantos otros corrían desesperadamente en busca de vaya a saber uno qué. «Idiotas, ¿acaso no ven al colibrí dando el espectáculo de sus vidas?» Reflexionaba tan solo unos segundos, para no perderme del evento, mientras aquel ave se alimentaba de un plumón. Exigía espectadores, pero sin lograrlo, y sin intentarlo mucho en realidad, volvía mi mirada hacia el colibrí, sin más pretextos que el de disfrutar, como quien deja de sacar fotos para VIVIR aquel instante radiante de vida.
Y así era, éramos, vos y yo, todos nosotros, en «nuestra época». Sin ánimos de ofender a nadie, pero tratando siempre, pero siempre, de ofender al sistema. De rebajarlo hacia lo más ínfimo, como si fuéramos su patrón y dueño, tratándolo como trata a sus empleados. Como si viviéramos una y otra vez, y tan solo con eso, nuestros días tenían sentido, porque creíamos estar cambiando al mundo y sin darnos cuenta, el mundo nos estaba cambiando, ganando la batalla justo en el preciso instante en el que dejamos de SER…
Julio Philips – Jphilipsnco@gmail.com