Número de edición 8481
La Matanza

Historia Popular: Las manos del Padre Mario

Un 1 de agosto nació; un 19 del mismo mes, hace 20 años, se fue. Cuestión de fe o no, el padre Mario Pantaleo dejó el recuerdo imborrable de una cantidad inmensa de increíbles milagros y una obra solidaria que aún hoy resplandece en el suelo matancero.

Quienes hacemos historia, y en especial quienes nos interesamos por la historia de los sectores populares, no podemos pasar por alto ciertos fenómenos. Que por no contar con el reconocimiento formal de las instituciones eclesiásticas parece, al menos para algunos, carecer de legitimidad. Y que por tratarse de cuestiones de fe, es decir, de la religión, no merece consideración para otros.

Por Carlos Matías Sánchez
mati_13_01@hotmail.com

Es difícil ignorar y omitir creencias populares que se materializan y están presentes en cada esquina en la que se erige un santuario con cintas rojas en honor a un gaucho milagroso o en las multitudinarias procesiones a una madre que murió en el desierto salvando la vida a su pequeño hijo. Negarlo es una forma de despreciar la cultura popular.

En este caso hablaremos de un sacerdote que forjó una obra monumental en nuestro querido distrito de La Matanza.

Italiano, la guerra expulsó a su familia de su patria, como a tantas otras. Y como tantas otras, vino a parar a estas pampas. Pasó por Córdoba, volvió a Italia a desarrollar sus estudios religiosos, y volvió al país. Estuvo en Rosario y en Rufino. Llegó a Buenos Aires en 1958, ya con una importante carrera sacerdotal detrás.

Luego de una importante obra en el Hospital Ferroviario y trabajando también en la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, decidió comprar un terreno en lo que muchos porteños llaman conurbano profundo pero ven como el Lejano Oeste, La Matanza, González Catán en este caso.

Quería dar misa allí, pero para ello necesitaba autorización, lo que la Iglesia se resistía a darle, ante los rumores que lo rodeaban: al parecer, Mario hacía milagros. Mientras las autoridades religiosas se resistían a concretar aquellas formalidades, él dormía en un baño del subsuelo del Hospital Santojanni.

“Cuando llegué por primera vez a González Catán, sólo encontré un barrio opaco y gris, estragado por la pobreza y la marginalidad, un lugar desértico. En mi interior, una voz muda me decía que tenía una importante misión que cumplir”. Con plena conciencia de que trabajar allí sería trabajar por los pobres, por su educación, por su contención, por la satisfacción de sus necesidades básicas, aquel sacerdote se remangó la camisa, puso manos a la obra y metió las patas en el barro sin dudarlo, ejemplo no demasiadas veces imitado por sus colegas.
A pesar de los obstáculos, comenzó a desarrollar su proyecto, a cumplir aquel sueño, esa misión. Sin embargo, su enorme voluntad y el aporte de personas cercanas, con el que comenzó a erigir la Capilla Cristo Caminante, no eran suficientes ya que seguía careciendo de la legitimación de sus superiores. En 1972, incluso, perdió su cargo en el Hospital Ferroviario. Tres años después inauguró su capilla y al año logró, finalmente, aquel permiso.

Pero su sueño era más que una capilla. Uno de los primeros pasos fue la fundación de una guardería atendida por voluntarias que cuidaban a las madres del barrio que trabajaban. Donaciones, rifas, y ayuda de todo tipo fueron las herramientas con las que fue construyendo una obra monumental. A fines de los ’70 comenzó a recibir también subsidios estatales, ya como Fundación Presbítero Mario Pantaleo.

Con la fiel compañía de Perla Gallardo, la actividad del sacerdote era cada vez más amplia e incansable. Su don sanador le valdría el conocimiento público y la concurrencia de políticos y artistas.

Actores como Juan Alberto Badía, Juan Carlos Altavista, Luis Sandrini, Jorge Porcel y Jorge Guinzburg, líderes políticos heterogéneos como Arturo Illia y Carlos Saúl Menem, intelectuales como Félix Luna y Ernesto Sábato y empresarios de renombre como Amalia Fortabat acudieron a las manos milagrosas de Mario Pantaleo, retribuyendo sus milagros con cuantiosas donaciones que contribuyeron al crecimiento de su obra.

Su humildad nunca le permitió reconocer el enorme poder sanador de sus manos, a las que hoy miles de placas siguen agradeciendo con fervor curaciones, incluso, de enfermedades terminales. Él no se consideraba más que un instrumento divino. Pero para muchos ya era el famoso Padre Mario.

Murió en 1992, en la Ciudad de Buenos Aires. Dicen que hasta en su lecho de muerte hizo un milagro (el último) con una paciente cuadripléjica con la que compartía habitación.

Pero no todo terminó en 1992. Su voluntad, su fuerza, su convicción serían imposibles de reemplazar. También aquel don milagroso de la sanación, que asombra a más de un defensor del rigor científico. Mario no estaba más: pero había dejado su legado.

La actual Fundación que incluye una guardería, un centro médico, un centro de atención para mayores y un hogar; un jardín y una escuela con nivel primario y secundario; una escuela para discapacitados, un centro de capacitación laboral y un polideportivo; el museo y la librería, y el mausoleo al que día a día concurren cientos de personas.

Se escribieron varios libros, cada aniversario los medios repasan su historia y hasta se filmó una película. Su obra está más vigente que nunca y sus seguidores hacen lo posible para mantenerla viva.

Quien escribe no es demasiado afecto a las cuestiones religiosas. Pero tiene una placa en una de las paredes del santuario por una situación de salud crítica que se resolvió invocando el nombre de aquel sacerdote; además de una madre devota de él y una amiga que, como alumna, fue parte de esos chicos que todos los días son testigos de la vitalidad de su obra. Difícil mantenerse ajeno: todo esto es parte de la Historia y aunque sea una cuestión de fe, obras populares como la de Mario Pantaleo merecen ser reconocidas.

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