Mientras la discusión actual gira en torno a dirigentes defensores del gobierno o de las corporaciones o de sus propias ambiciones de poder, se cumplió un nuevo aniversario del fallecimiento de Germán Abdala, aquel “loco” que se negó a arrodillarse a los amos del país en una de las peores etapas de la historia para los trabajadores argentinos.
Por Carlos Matías Sánchez
mati_13_01@hotmail.com
Aquella definición del sindicalismo como estructura de organización del movimiento obrero para la defensa colectiva de sus intereses había quedado obsoleta en los ’90, cuando la cúpula dirigencial decidió acompañar la “reforma del Estado”, que una vez en marcha no implicó salariazos ni revoluciones productivas, sino flexibilización, endeudamiento y privatizaciones. Desindustrialización, desempleo y pobreza creciente fueron los resultados de estas políticas aplaudidas por quienes aún hoy desde la conducción de grandes sindicatos se arrogan la representación de los trabajadores y más aún, el título de “justicialistas”.
No todos fueron cómplices del saqueo. Cuando algún dirigente decidió buscar “un lugar en el régimen” de Onganía para el movimiento obrero, surgió la CGT de los Argentinos de Agustín Tosco y Raimundo Ongaro, combativa y latinoamericanista. Ahora volvía a pasar. Contra la entrega propiciada por esos sindicalistas-empresarios que conducían la única central obrera del país, había que construir una alternativa. En aquel entonces, Hugo Moyano decidió resistir desde dentro de ella, fundando el MTA.
Pero otros decidieron combatir el neoliberalismo desde fuera de la CGT. Fue así que en los tempranos noventa, cuando la fiesta menemista apenas comenzaba, nació la Central de los Trabajadores Argentinos. Entre sus fundadores se encontraba un joven dirigente llamado Germán Abdala.
Trabajador y peronista, militante desde joven, nacido en el fatídico 1955, con actividad sindical durante la última dictadura cívico-militar y cercano a Chacho Álvarez desde la segunda mitad de los 80’, Abdala llegó en 1989 al Congreso Nacional por la lista de aquel Frente Justicialista Popular encabezado por Carlos Menem y Eduardo Duhalde.
Tempranamente fue alejándose del gobierno, a medida que el plan neoliberal iba quedando al desnudo:
“No puede ser que se estén privatizando empresas de servicios públicos como Aerolíneas Argentinas o los ferrocarriles, que tienen que estar al servicio de la integración del país y no de la acumulación de las grandes empresas”.
Los indultos fueron el motivo que llevó a Abdala y otros diputados a formar el Grupo de los Ocho, un bloque en disidencia con el Partido Justicialista. Mientras, dirigía su gremio, ATE Capital. Su indiscutido liderazgo sindical allí le serviría para impulsar con otros notables dirigentes, como Víctor de Gennaro, la fundación de la CTA.
Todos estos cambios los enfrentó Abdala con un impedimento no menor: años antes le habían diagnosticado cáncer en la base de la columna. Soportó 26 operaciones y dolores insoportables. Quedó ciego. Asistió al primer congreso de la flamante CTA en silla de ruedas y en 1993, luego de tanta resistencia, de tanto aguante, fue vencido por esa maldita enfermedad.
Había dejado su legado. Había demostrado que el sindicalismo debía defender a los trabajadores, cueste lo que cueste, gobierne quién gobierne, sin ponerle precio a su intransigencia ni aprender a atender de los dos lados del mostrador. Dejó una central obrera democrática y plural que sería bastión de la resistencia al neoliberalismo alojando a gremios estatales y otros y en un futuro, incluso a movimientos sociales, también producto de aquel nefasto proceso histórico e ignorados por los jerarcas cegetistas. En medio de tanto ajuste, impulsó y concretó aquella ley de convenciones colectivas para los trabajadores estatales, llamada con justicia Ley Abdala.
En ese invierno del ’93 nos dejó aquel “turco”, amante del mar, laburante y militante, “negro, hincha de Boca y peronista”, lector de Jauretche y Cooke, verdadero luchador por los derechos de los trabajadores, por los derechos humanos, por la vida, por la dignidad.
Soñador: “Sí, estoy convencido de que un día el pueblo va a triunfar, estoy convencido de que nací para ser un militante de ese pueblo, y estoy convencido de que, en términos históricos, ese día llevaremos las banderas que hoy llevamos… porque el final del camino es nuestro”.
Alguien por ahí lo recuerda enfrentando en televisión a nada menos que Bernardo Neustadt y Mariano Grondona, grandes apologistas del saqueo, y explicándoles lo perjudicial del capitalismo salvaje que con su complicidad y activismo se estaba instaurando en el país. Otro compañero recuerda su pedido a su gran amigo De Gennaro antes de abandonarnos: “Quiero que me prometas que no va a haber velorio; llega a aparecer una corona de Menem y me muero”.
Casi dos décadas pasaron. El panorama actual de la Argentina por la que Abdala dio la vida es totalmente diferente.
Se recuperaron derechos de los trabajadores, mejoró la situación de las clases populares, el país volvió a ponerse del pie frente al mundo y a caminar solo, acompañado de los hermanos latinoamericanos. Aún así, faltan muchas batallas por dar.
Sin embargo, la situación del movimiento obrero organizado, si bien en muchos puntos es distinta a la de los noventa, no es la más deseable. La fragmentación que el neoliberalismo impulsó en los sectores populares sigue presente.
La CGT, que hasta hace poco presentaba un panorama con límites bastante claros, ahora se ha polarizado en dos bandos con fuertes conductores que agrupan tras de sí a varios de los más preclaros responsables del saqueo. Díficil es dirigir entre ambos, menos aún cuando quien en los ’90 podía ubicarse en la vereda de Abdala hoy convoca un paro nacional por la pantalla de la principal corporación mediática del país.
La CTA de Abdala hoy no es una. El sector oficialista y el opositor se atribuyen su conducción. La fractura aleja más las posibilidades de obtener el mismo status que la CGT, esa tan justa reivindicación.
Con dos o tres como Germán Abdala, seguramente el sindicalismo recuperaría su razón de ser y sería un instrumento de sus verdaderos dueños: los trabajadores, el pueblo por el que él militó.