Por Carlos Matías Sánchez
mati_13_01@hotmail.com
Los vencedores en Pavón nos legaron una visión demonizada de los caudillos federales, aquellos líderes de los pueblos del Interior que representaban la “barbarie” tan temida por Sarmiento y su admirada civilización porteña. Hoy, frecuentemente escuchamos hablar en forma despectiva de caudillos locales y latinoamericanos, desde sectores que suelen ejercer un salvajismo difícil de superar.
Fue Artigas, uno de los primeros líderes de la resistencia de las provincias contra los invasores europeos y la prepotencia porteña y artífice del primer ensayo de reforma agraria en nuestras tierras, el símbolo del jefe bárbaro, bandolero, delincuente de la campaña, rebelde y contrario a los autoproclamados líderes de la organización post revolucionaria, que no dudaron en culparlo de la imposibilidad de los criollos de ejercer un control definitivo sobre la Banda Oriental.
Civilizado, sí, fue Carlos María de Alvear, que luego de tomar el control de Montevideo, atacó a traición a Artigas y sus gauchos y luego, en un acto igual de civilizado, le ofreció al líder oriental la independencia de su provincia, propuesta que éste rechazó. Sin embargo, años más tarde, otro hombre civilizado, Manuel García, enviado justamente del “más grande hombre civil” de todos, Bernardino Rivadavia, retomaría la intención entreguista ante el Imperio Brasileño.
El bando de los “bárbaros” contaría también entre sus filas a Manuel Dorrego, primer gobernador federal de la provincia de Buenos Aires, llegado al poder luego de la desastrosa experiencia presidencial del ilustre Rivadavia. Formado en las ideas federalistas estadounidenses, Dorrego se alejaba bastante de la imagen clásica de caudillo iletrado y asesino. Sin embargo, fueron precisamente esas convicciones políticas las que colmaron la paciencia de los porteños, que en la civilizada boca de los fusiles de Lavalle pusieron fin al mandato legítimo de ese jefe que hasta se vestía humildemente sin más objetivos que “captarse la multitud, los descamisados”.
Otro de los grandes íconos del salvajismo provinciano fue Quiroga, aquel “Facundo” al que Sarmiento dedicó su libro más célebre, en el que caracterizaba al caudillo riojano como símbolo del atraso provinciano, cuyo heredero inmediato era el tirano bonaerense, Juan Manuel de Rosas. A Quiroga se enfrentó el civilizado Lamadrid, general unitario que en 1830 desterró a la familia del líder riojano a Chile e hizo pasear por la ciudad a su anciana madre encadenada.
Concretada la victoria sobre Rosas y vencido Urquiza por los porteños al mando de Mitre en Pavón, llegó la hora de expandir la civilización desde su núcleo, esa Buenos Aires que miraba a París (y de reojo a Nueva York), al resto del territorio de esa nación en construcción. Tarea que, obviamente, implicaba cortar la “cabeza de la serpiente”: esos líderes que privaban a sus pueblos del acceso al “progreso”.
Uno de los primeros en oponerse a él fue el Chacho Peñaloza, heredero del liderazgo riojano de Quiroga en el Interior. En 1862, a poco de asumido el poder por Mitre, éste aceptó concertar una tregua con el riojano, respetando sus exigencias. Sin embargo, Mitre no estaba seguro de dejar a Peñaloza al mando de La Rioja, y mucho menos el gobernador sanjuanino, Sarmiento, quien presionó al presidente y al general Paunero para reprimirlo y los acusó de dejar a la provincia “barbarizada y aniquilada con el visto bueno del Gobierno y del partido liberal”.
Aceptando la tregua, Peñaloza y sus jefes cesaron en sus acciones armadas. Sin embargo, prontamente el Ejército Nacional volvió al ataque, ya con Sarmiento como Director de Guerra y Mitre dispuesto a perseguir a Peñaloza cual si fuera un delincuente. El 28 de junio, en Las Playas, Peñaloza fue vencido definitivamente.
La civilizada resolución del conflicto por parte de las flamantes autoridades nacionales incluiría fusilamientos y tortura para las fuerzas provincianas y sus simpatizantes. El Chacho, buscado por los invasores, luego de rearmar sus fuerzas, atacó San Juan, siendo derrotado en Caucete. Luego se refugió en Olta, desde donde pidió por segunda vez auxilio (sin éxito) a Urquiza.
En ese pueblo fue encontrado por una partida mitrista el 12 de noviembre de 1863, en casa de un amigo. La civilización se impuso por medio de las afiladas puntas de lanzas que atravesaron su vientre y de aquel comandante que lo degolló y decapitó para luego exponer en una pica en la plaza de Olta su cabeza, como trofeo de la victoria del progreso.
Una excepción a la regla, totalmente explicable, fue el caso de don Justo José de Urquiza. Federal, entrerriano y tan gaucho como Rosas u otros de estos jefes, no es casual que sea el único caudillo que tiene el honor de compartir el panteón de nuestros gloriosos próceres junto a Mitre, Sarmiento, Rivadavia y Roca.
Será porque dejó atrás la barbarie para, arrastrado por sus intereses ganaderos, cumplir la tan difícil misión de derrocar al jefe de la Confederación, Rosas, con el detalle menor de haberlo logrado con la ayuda del ejército del Imperio del Brasil (esclavista, sí, pero seguro más civilizado que Rosas).
Será también, quizás, porque en Pavón, una década después, le dejó la victoria servida en bandeja a Mitre, y con él a la “organización nacional” tan esperada y tan dilatada por los caudillos. O quizás por haber desoído los pedidos de auxilio de los últimos caudillos, Peñaloza y Varela, para frenar la represión del nuevo gobierno nacional y enajenar al país de aquel conflicto que terminaría con la destrucción del Paraguay en 1870.
Después de este repaso resulta mucho más fácil entender que a aquellos líderes nacionales y populares, defensores de amplios sectores y de cambios profundos, como Juan Domingo Perón o (en el ámbito latinoamericano) Hugo Chávez, se los acuse de “caudillos”, y se intente deshacerse de ellos y sus seguidores con tan civilizados bombardeos, fusilamientos y golpes de Estado. Parece ser que la barbarie cambia de nombre cuando la ejerce el otro bando.