
En la 12° audiencia del juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en el CCD Brigada de San Justo, realizada en la sede del TOF 1 de La Plata, declaró Roberto Tiburcio Lobo, militante del PRT y del ERP. Primero fue llevado a Puente 12 y luego a la Brigada hasta su blanqueo en la cárcel de Mercedes. El testigo brindó un crudo relato sobre las vejaciones, torturas y un homicidio que presenció durante su cautiverio.
Roberto Tiburcio Lobo tenía 26 años cuando fue secuestrado en su casa junto a su esposa Ethel María Corti durante una madrugada de abril de 1976. En aquel momento el testigo militaba en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT).
Secuestro y cautiverio
El operativo para “chuparlo” fue coordinado y ejecutado por personal de la Policía Bonaerense de Ramos Mejía y de la Brigada de Investigaciones de San Justo, que irrumpieron en cinco vehículos Ford Falcon en los que ya tenían encerrados a otras víctimas. En el Falcon al que subieron a Lobo llevaban, dentro del baúl, a una mujer que tenía su estudio de abogacía en San Justo, que se supo que resultó ser Elsa de Jesús.
“La identidad de esa mujer recién la conocí muchos años después, estando en Milán, Italia, donde me exilié. Ella me rastreó y logró ubicarme. También se había exiliado en ese país. Hablamos del período de cautiverio, cuando nos tomábamos la mano para darnos fuerza”, relató ante los magistrados del TOF 1 el testigo sobreviviente.
Cuando se llevaron a la pareja Lobo Corti, los policías dejaron abandonado a su pequeño hijo de 5 años, Gustavo, quien quedaría luego a cargo de su tío Patricio Guillermo Lobo. Este, al tomar conocimiento de lo ocurrido en la casa de su hermano, saldría desde Tucumán y se instalaría en la casa de Roberto y Ethel.
Sin embargo, al poco tiempo ocurriría un nuevo operativo clandestino en esa vivienda cuando un grupo de hombres de civil y armados, que se identificaron como pertenecientes al Ejército y a la Policía Federal, irrumpieron desde la casa lindera en la que vivía un policía del Destacamento Güemes, (también conocido como Puente 12) y ese fue el primer destino de cautiverio al que ingresaron a Roberto Lobo.
En este segundo operativo, el grupo de tareas secuestró a Patricio Guillermo Lobo y a Líver Eduardo Trinidad, llevándoselos encapuchados en un Ford Falcon. Horas después, otro grupo de civil secuestraría en la misma vivienda al pequeño Gustavo, quien sería posteriormente entregado a María Martina Rodríguez de Lobo, la esposa de Patricio.
Sobre Roberto Tiburcio Lobo, el primer destino de cautiverio fue Puente 12, donde permaneció dos días, hasta que semanas después lo trasladaron a la Brigada de San Justo. Allí sería torturado y mantenido en condiciones inhumanas de detención, tal como han relatado en este juicio los sobrevivientes de ese centro clandestino.
“Me torturaban, me amenazan con matarme, me hacían preguntas sobre mi afiliación política. Me decían que yo había estado en la toma de Monte Chingolo y también de la toma de un destacamento de Catamarca”, describió el testigo, quien recordó a varios de los torturadores de la Brigada: “Había uno al que lo llamaban ‘Mesa’, no sé por qué; había otro, un ‘gordo borracho’ que participaba de las sesiones de tortura, al que le decían Chancho”.
Un testimonio escalofriante
El momento más doloroso de su testimonio se produjo cuando relató al tribunal el brutal asesinato de una mujer secuestrada, que estaba con su pequeña hija de 2 años en la Brigada de San Justo: “Se llamaba Alejandra. Un día me sacaron la venda y me llevaron a una habitación donde había un gran cubo de vidrio con un mechero abajo de la base. Allí introdujeron a la joven, totalmente desnuda, y tiraron una rata viva. Cuando prendieron fuego el cubo me obligaron a mirar… lo hacían a propósito”.
“Justicia… justicia… esa es la palabra. Perdonen todos ustedes…”, dijo el testigo mirando al tribunal y a las partes del juicio: “Claro que es una palabra que no puede tener mucho sentido en un país en el que ocurrieron estos crímenes, en un país que carga con la masacre de la Patagonia Rebelde, con tantas masacres, con tanta impunidad y demoras”.
Antes de terminar su declaración, el testigo habló sobre el dolor de vivir sabiendo que los responsables no han sido aún condenados. En ese sentido, narró una anécdota ocurrida mucho tiempo después de su cautiverio: “Hace 10 años aproximadamente ingresé a tomar un café en un bar de Ramos Mejía. Allí reconocí a uno de los torturadores de la Brigada San Justo, y tuve el impulso y el deseo de gritar ‘aquí hay un torturador’, pero inmediatamente el hombre se fue del local”.
“Reconozco que nuestra militancia ha implicado errores. Fuimos muy idealistas, muy jóvenes, pero no me arrepiento absolutamente de nada de lo que hicimos porque luchábamos por un país mejor”, concluyó Roberto Lobo, quien al igual que otros testigos que declararon, también solicitó al Tribunal que en su fallo, se ordene la creación de un sitio de la memoria en el edificio de la Brigada.
Declaración de otra testigo
Alejandro Aibar era estudiante secundario del Colegio Nacional “Manuel Belgrano” de Merlo y formaba parte de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) de la zona Oeste, aunque esto era desconocido por su familia. Pero además, era un laburante que trabajaba desde los 14 años de cadete para la empresa Bonafide. Y fundamentalmente era actor y titiritero. “Era un militante del amor y la solidaridad”, lo describió su hermana Griselda Aibar.
Griselda tenía siete años pero recuerda con claridad esa madrugada del 20 de septiembre de 1977 cuando su casa se llenó de militares y civiles con armas largas que buscaban a alguien de apellido Fernández. A esa niña que fue, uno de los de la patota la tomó del cuello y la tiró sobre la cama para que no se moviera. Cuando encontraron a Alejandro preguntaron: ¿Cuántos años tiene? Tenía 18 y le decían “Indio”. “A éste nos lo llevamos”, dijeron, y lo secuestraron.
Su padre, Hugo Juan Aibar, inmediatamente fue a recorrer las comisarías de la zona pero no estaba en ningún lado. Su madre Sergia Paolini fue a su escuela, a su trabajo, a los hospitales, al Ministerio del Interior, sin obtener información. En ese derrotero se fueron cruzando con otros familiares que estaban pasando por lo mismo. Así llegó hasta las Madres de Plaza de Mayo. Juntos iban cada jueves a las rondas en derredor de la pirámide.
“Él se vestía de payaso. Ser titiritero y llevar sonrisas a los niños del barrio era subversivo, porque la risa estaba prohibida en esa época”, reflexionó Griselda. Sin embargo, más allá de recordar con amor y admiración a su hermano, relató lo difícil de convivir con “la presencia de la ausencia”. Mi infancia transcurrió en una infinita soledad. Él nos cuidaba a mi hermano mellizo y a mí. Cuando se lo llevan no hubo quien reemplazara esa figura. Alejandro era nuestro ángel guardián”.
Secuelas familiares
Ya en democracia, Griselda se metió de lleno con la búsqueda. Sus padres se unieron a otros familiares y formaron la Comisión de familiares de detenidos-desaparecidos de Merlo. En ese partido hay 141 casos. Sin embargo la familia ya sentía duramente los efectos de la desaparición. Su madre cayó en una profunda depresión, y más tarde su padre se enfermó de cáncer y murió.
En ese sentido, Griselda contó que “la desaparición de mi hermano fue vivir y crecer con un dolor que no tiene medida y no tiene fin. Es sentir que su ausencia está presente, que él vive a través de nosotros. Fue una condena que lo llevó al final a él pero también una marca irreparable para toda la familia”.
Transcurridos 20 años, en octubre de 1997, Griselda y su mamá tramitaban un certificado de “Ausente por desaparición forzada” cuando se encontraron con una mujer. Al verse, se abrazaron y rompieron en llanto: era la madre de Gladys Morales, una amiga muy cercana. En ese momento se enteraron que unos días antes del secuestro de Alejandro habían ocurrido otros.
El 16 de septiembre una patota irrumpió en la casa de Ricardo Enrique Rodríguez. Al no encontrarlo asesinaron a sus padres. Continuaron la cacería y al día siguiente fueron a la casa de Gladys. Allí tampoco estaba, pero se llevaron a la joven. Enrique y Gladys eran novios, y los tres, con Alejandro, eran titiriteros.
Entonces, la madre de la adolescente le avisa a Alejandro de esta situación y le aconseja que se vaya para que no lo encuentren. “Yo no tengo nada que esconder, y si me van a buscar a mi casa y yo no estoy van a matar a mi familia”, le respondió Alejandro. “Una vez más, él fue nuestro ángel guardián”, dijo acongojada la testigo.
Cárcel para los genocidas
Pasaron otros 20 años para que Griselda supiera que su hermano pertenecía a la UES. “Hace precisamente un año y dos meses atrás se comunican conmigo de HIJOS La Matanza, por el tema de este juicio, y me ahí entero que tenía militancia política porque una sobreviviente, Adriana Martín, estuvo secuestrada con él”.
Y amplió sosteniendo que “por una carta que una amiga, Liliana Chamorro, escribió y se leyó en un homenaje en su nombre”, contó. Alejandro, Gladys, Enrique y Adriana militaban en la UES. Ellos, junto a otros estudiantes secundarios, fueron secuestrados ese septiembre de 1977 y salvo Adriana, que fue liberada, todos permanecen desaparecidos.
También contó que su madre tuvo una vida muy dura y que todo lo vivido tras la desaparición de su hermano le fue calando profundo. “Su salud está muy delicada física, mental y espiritualmente. La desaparición de un hijo es una condena”, se lamentó la joven. “Este pañuelo que porto es la forma de que ella esté presente, de su lucha de tantos años”.
A Griselda le llevó una vida desentrañar los por qué de lo que le ocurrió a su familia y terminar de conocer a su hermano. “40 años después puedo rearmar este rompecabezas que es tan necesario como el oxígeno. Hoy sé que mi hermano, además de su militancia del amor y la solidaridad, peleaba para que todos pudieran estudiar. Que hizo lo que pudo para ocuparse del otro. Aquí estoy, tratando de escribir mi historia”, dijo.
Finalmente, la declarante cerró su testimonio, al borde de las lágrimas, diciendo: “Pido justicia. Por la miseria humana que llevó a mi hermano al final de sus días, por su secuestro y sus torturas, que dejaron en blanco un montón de hojas en su carpeta de estudiante y también de su vida. Justicia por mis padres, y por la niña que fui, que tuvo que cambiar la plaza de las hamacas por la Plaza de Mayo, y las rondas, por las rondas alrededor de la Pirámide”.
Y finalmente expresó enfáticamente: “Pido justicia por la adolescente que fui que tuvo que reparar lo irreparable y que cuando cumplió 18 años tuvo pánico de que le pasara lo mismo. Pido justicia por Alejandro, por sus compañeros de la UES y por los 30 mil. Pido justicia por y para mi país. Memoria, Verdad, Justicia. Cárcel común para todos los genocidas”.