
Jorge Goyeneche nació el 11 de octubre de 1952 en La Plata, ciudad donde reside, República Argentina. Es Profesor en Letras (1977) por la Universidad Nacional de La Plata. A partir del año siguiente ejerció durante cuatro décadas la docencia secundaria en colegios rurales, urbanos, públicos y privados, y en los niveles terciarios y universitarios en Instituto del Profesorado de San Miguel del Monte, Facultad de Humanidades de la UNLP, Universidad Tecnológica de La Plata y Universidad Católica de La Plata.
Entrevista realizada
Por Rolando Revagliatti
Entre 1980 y 1983 dirigió el Grupo de Teatro Gestual, con guiones y puesta en escena propios en, por ejemplo, el Teatro Municipal Coliseo Podestá de su ciudad. En 1983 se puso en escena la comedia “De dulce de leche y de chocolate” (en cartel durante once años, Primer Premio de Guión en el Festival de Teatro Independiente, 1988), escrita en colaboración con Genoveva Arcaute. En 2003 fundó y codirigió la revista literaria “Oliverio”. Durante 2010 y 2011 efectuó crítica literaria en el periódico “El Día” de La Plata. Condujo los programas radiales “Toda la delantera en orsái”, “La furia del libro” y “Lejos del centro”, fue coconductor del programa “Letra y música” y columnista del programa “Rap / colectivo de colectivos”. Colaboró con los programas televisivos “Juana y sus hermanas” y “De la cabeza”, y con Genoveva Arcaute escribió el guión de la serie “Hermanos”.
Entre otros, obtuvo en 2010 el Primer Premio del Instituto Cultural de Puerto Rico por su novela “Que algo quedará”, el Premio Provincial “Almafuerte” (2015) y el otorgado por la Secretaría de Cultura de La Plata (2016) por su trayectoria como escritor. Es coautor de “Agenda de los escritores en el tiempo” (Editorial De los Cuatro Vientos). En 2018 el sello La Comuna edita el volumen “La cosa se complica” (artículos divulgados en la revista “Humor”). Publicó las novelas “Toda la delantera en orsái” (2001), “Semblantes de bestias” (2003, y reeditada en 2016), “Serial writer. Argentino serial” (2008), “Que algo quedará” (2011, en España; 2012, en Chile; 2014, en Argentina), “Almirante de sal” (Mención de Honor en el 9º Concurso “Aurora Venturini”, 2011) y “Mala praxis” (2015). Su único poemario, “Final de obra”, aparece por Editorial Huesos de Jibia, en 2016.
1 — Naciste dos meses y pico después del fallecimiento de Eva Perón
JG — Es así, tan poco después. En ese clima de época. Viví hasta pasados los tres años en una casa de chapa, sobre pilotes, en Ensenada, ciudad que como sabés integra el Gran La Plata, a la vera de un canal empetrolado que pasa aún por el costado de YPF [Yacimientos Petrolíferos Fiscales]. Recuerdo algunas escenas traumáticas para alguien de esa edad: quemarse con un mate y caerse del triciclo en la zanja. Los fines de semana los pasé desde entonces hasta la adolescencia en el paraíso, la casa de mis abuelos maternos en Berisso, que por aquellos años se llamaba ciudad Eva Perón. Veo a mi abuelo Francesco Saverio Spadafora insultando al cielo por el paso de aviones rasantes (fue durante el 55, cuando Isaac Rojas amenazó con bombardear la región si Perón no dimitía), mientras mis padres huían conmigo en un camión que pasaba juntando gente hacia una casa en el campo por Los Talas, de alguna familia generosa que asiló a muchos —eran paisanos, como llamaban a sus compatriotas venidos también del sur de Italia. Mis padres decían que yo no podía recordar esta escena: me llevan a upa tapado con un viejo piloto mientras llueve torrencialmente, doblamos —lo estoy viendo ahora— la esquina de Callao hacia la calle Montevideo, donde espera el camión casi repleto, en medio de gente que grita y corre, aturdidos por el estrépito de los aviones.
Luego nos mudamos a las inmediaciones de La Plata, a El Dique, en el partido de Ensenada, a un chalecito de plan, en un barrio de clase media baja. Tenía mi propia habitación, de dos por tres, con una ventana que daba al fondo, donde estaban el limonero de las cuatro estaciones, la parra, naranjos, un olivo y un duraznero; y más allá todavía, el gallinero y dos plantas de higo (“porque todas sus ramas son grises…”). Unos años después, a los siete u ocho, empecé a saltar la medianera hacia el potrero que se extendía maravillosamente detrás de toda la línea de casas, y terminaba en el monte misterioso (una plantación de eucaliptos que aún se conserva aunque atravesada por una avenida y sin encantos fantásticos). Afortunadamente se perdieron mis primeros esbozos de poesías escritos en un cuaderno Rivadavia, con la espada apoyada contra el olivo.
2 — Ya habrías empezado la escuela.
JG — Lamentablemente empecé la escuela. Mis padres, trabajadores de jornada completa (él en los Astilleros, ella cosiendo para afuera y dando clases de costura a un grupo de chicas grandes, una de las cuales se escapaba para jugar a la bolita conmigo), creían en la educación y con un enorme (y equivocado) esfuerzo económico, me mandaron al colegio más caro de la ciudad. Una escuela de curas preconciliares, de sotana y tonsura, que veían pecado en cada rincón.
Doble escolaridad. En toda esa etapa fui sumiso, estudioso, abanderado todos los años menos el último en el que me relegaron a escolta. Mi madre fue a saludar a la maestra y la señorita le dijo que la bandera me correspondía a mí, pero que el padre del otro niño era muy poderoso y… Mi pobre vieja, Ofelia, decidió cambiarme de colegio pese a la oferta de becarme.
Me afectó mucho el sufrimiento de mis padres, después de tantos sacrificios, pero estaba feliz por irme de esa cárcel. (Muchos años después ejercí mi venganza con un artículo sobre el caso en la revista “Sexhumor”.) No me dejaron elegir y fui a otro colegio de curas, esta vez mucho más modernos y amables, los salesianos, donde transcurrió mi adolescencia. Allí sí hice amigos duraderos, entre compañeros y docentes.
Regreso a la época de la primaria. Era maravilloso volver a casa, después de las cuatro, en el tranvía, tomar la leche, hacer los deberes y saltar el muro del fondo para mezclarme en los partidos de fútbol, donde no había hijos de profesionales, de comerciantes ricos ni de algún representante diplomático, sino pobretones cuyos padres eran un zapatero ruso, empleados del ferrocarril, policías de barrio, canillitas.
Cuando llovía, el único fútbol de cuero estaba pinchado o no me daban permiso, me salvaba la lectura. Mis padres me compraban libros. Buena parte de las colecciones Billiken y Robin Hood. Dicen que uno queda marcado por el primer libro que leyó. No sé si será cierto en todos los casos, pero sí lo es en el mío. “Cristóbal Colón”, de Lauro Palma (Biblioteca Billiken, 1942), un librito verde donde se novelaba la historia del Almirante. Escribí dos novelas con Colón como personaje: “Semblantes de bestias”, que me llevó diez años de trabajo intermitente, y “Almirante de sal”.
3 — Lecturas y potrero.
JG — Si el potrero era un escape de las tardes, el fin de semana era el insuperable paraíso. Los viernes, mamá me acompañaba hasta la parada del tranvía 25 y después de ese viaje interplanetario me bajaba a unas cuadras de la casa de mis abuelos.
El nono había trabajado en el frigorífico, una vida durísima que recreo en parte en mi novela “Que algo quedará”, pero ya estaba jubilado, así que a menudo me llevaba hasta el puerto a ver los gigantescos barcos que venían desde muy lejos a buscar carne, recuerdo especialmente un barco ruso.
La nona Josefa era un cascabel, se vestía de colores y estaba siempre sonriente, nunca levantó la voz. El abuelo en cambio era cabrón, aprendí todas las malas palabras (parolaccie) calabresas. El barrio era amistoso, no había potrero cercano, pero sí pasadizos entre las casas de terrenos mal medidos, patios de conventillos y baldíos, lo que permitía recorrer las manzanas por el interior y salir a cualquier parte. A pocas cuadras vivían mis tíos; recién tuve un hermano cuando cumplí catorce, así que mi primo varón era amigo y hermano a la vez.
La abuela murió joven; yo estaba en primer año de la secundaria, y dejé de ir a esa casa pero empecé a pasar los veranos completos en lo de mi tío, con mi primo y sus hermanas que me enseñaron a bailar. Allí pasaba los carnavales, empecé a ir a las matinés del club Villa San Carlos, y ponerme colorado ante las chicas. La falta de hermanas y el colegio mixto, no me ayudaron mucho para relacionarme fácilmente con el otro género.
Me resultó difícil superar la vergüenza ante cualquier conversación con una chica. La libertad estaba en recorrer esos minilaberintos del barrio y en la lectura de cuanto papel se me cruzara. Por ese entonces seguí escribiendo algunas pavadas pero luego pensaba que jamás llegaría a animarme a mostrar o publicar lo que hiciera porque temía que estuviera lleno de errores. Al principio la escritura y las mujeres me despertaron la misma inseguridad.
A mis parientes paternos no los veía tan seguido. Tenía a mi abuela portuguesa, María, una mujer bellísima, vestida siempre de negro y con rodete desde los cuarenta años hasta los ochenta y cinco. Su esposo, el abuelo Antonio, murió a los cuarenta y nueve. Él me conoció de bebé. Heredé, no sé cómo, su gusto por la matemática y la facilidad para los cálculos. (Otra de mis luchas internas: me dediqué a la literatura y las lenguas, y tengo por otro lado una especial inclinación por las ciencias en general, la astronomía, la tecnología, la física.
Me atraen más los suplementos y revistas científicas que las literarias.) La abuela vivía con su hija, mi tía Porota (personaje importante de mi vida y de mi novela “Que algo quedará”). Una gorda graciosísima, chistosa, dejaba todo por hacer en la casa para tirarse al piso a jugar con sus hijos y conmigo a cualquier cosa. Ante la mirada de reprobación de su cuñada, mi madre, que no podía concebir ese desperdicio de tiempo y que una señora saliera a correr a los chicos por la vereda jugando a la mancha venenosa.
Mis tíos, en general, merecen un párrafo aparte. Juan, Carlitos y Raúl, Nilda, Lidia y Porota, eran el Barcelona de los tíos, la selección campeona. Mis padres, en cambio, siempre estuvieron distantes, severos, casi ausentes. Recién en sus últimos años logré reconciliarme con ellos y descubrí que habían sufrido muchas penurias y realizado innumerables esfuerzos para que yo tuviera un “futuro”.
Esa concepción de algunos hijos de inmigrantes que temían al hambre y se ponían como objetivos tener una casa, tener un ahorro aunque mínimo. Mi padre, que sobrevivió por seis meses a mamá, me dijo meses antes de morir, el año pasado, a los 92, que se arrepentía de no haber disfrutado más, y me aconsejó que no repitiera su error, que viajara, que viviera.
A lo largo de toda esa etapa escolar, estudié inglés con una profesora particular, fui rindiendo los exámenes anuales en el Instituto Británico. A partir de segundo año ingresé directamente a ese instituto y empecé a leer mucho en inglés por mi cuenta. Aparte de cuentos y poesías de todas las épocas, las obras completas de Edgar Allan Poe y todo Shakespeare.
También aproveché mucho del francés aprendido en la secundaria y gracias a eso y a mi testarudez leí mucha poesía y narrativa en francés. Ya en la universidad, los cuatro niveles de griego y de latín me sirvieron para leer pasajes de los trágicos, episodios homéricos, los presocráticos; Virgilio, especialmente las Églogas, y Horacio. También estudié alemán.
Como resultado de todo esto disfruté traducir las poesías completas de Poe, los “Sonetos a Orfeo” de Rainer Maria Rilke, “La metamorfosis” y “El proceso” de Franz Kafka, “El golem” de Gustav Meyrink y cuentos de E.T.A. Hoffmann; la mayor parte de estas versiones fueron publicadas por la Editorial Gárgola. Desde hace dos años estudio italiano de manera intensiva, mi gusto por las lenguas se combina felizmente con los recuerdos de mis abuelos maternos, y afloran desde el fondo del inconsciente los diálogos de Josefa y Francesco.
4 — Cómo te llevarás —ojalá que no como yo— con los trabajos manuales.
JG — No soy el estereotipo del intelectual, me gustan los trabajos manuales: he levantado paredes, revocado, techado, sé soldar, he trabajado de carpintero, de pintor de altura, en mi casa hice la instalación eléctrica y la del agua, puse cerámicos y azulejos. Bastante de eso me llevó a la escritura de “Final de obra”, un libro de casi poesía que “describe” la construcción de una casa. Los desafíos técnicos y los oficios manuales me atraen tanto como las obras de Francisco de Quevedo, Salvador Dalí, Miguel Ángel, Jean-Michel Basquiat, Jean Sibelius o la nueva trova. Soy una especie de todoterreno que hace todo bastante bien, pero nada completamente bien. Un renacentista de la b.
5 — Vayamos a que estás casado con una escritora: Genoveva Arcaute.
JG — En primer año de la carrera de Letras conocí a mi esposa, con quien estudiamos juntos todos los días, al año siguiente nos pusimos de novios en Mar del Plata. Genoveva me había dicho que se iba como todos los años a pasar enero en la casa de sus tíos, cerca del faro, me hizo un planito por si quería ir. O sea, ¿entendés que hay onda, Jorgito? (recordá que ya te mencioné mi lentitud para vincularme con las mujeres). Fui. Era 1972, nos casamos en el 75 y acá estamos, juntos. Pasamos períodos muy duros de nuestro país.
La dictadura del 76 nos dejó sin trabajo, bajo amenazas de muerte, y viviendo “provisoriamente” por once años, en una casa prestada (parte de eso se describe en la novela “Mandorla” de Genoveva). Tuvimos la oportunidad de irnos a España pero quisimos primero recibirnos, después vinieron los hijos y ya se hacía muy difícil. Afortunadamente hubo un oasis en ese páramo ultraviolento, la revista “Humor”, a la que llegamos un día de desolación.
Vivíamos en un departamentucho horrible y húmedo los tres (había nacido nuestro primer hijo). Era feriado, el día de la bandera, cumpleaños de mi mamá y aniversario de la Masacre de Ezeiza, llovía; se nos acabó la garrafa, no teníamos ni para comer y en lo de mis padres seguramente habría abundancia de pizzas, empanadas y sanguchitos.
Teníamos un viejo Citroën 2cv que cuando nos casamos nos había llevado sin problemas hasta Monte Hermoso, pero ahora estaba arruinado allá afuera, a cincuenta metros de pasillo hasta la calle, sin nafta. Podía llamar por teléfono a casa y nos vendrían a buscar. Fui hasta el teléfono público más cercano, a tres o cuatro cuadras, bajo la lluvia intensa, y me tragó la única moneda. Un drama ruso en blanco y negro en medio de Siberia.
Entonces, nos pusimos a escribir notas humorísticas. Era el invierno del 77. Un año después apareció el primer número de la revista “Humor”, con César Luis Menotti en la tapa. Enviamos aquel material y un par de meses más tarde nos respondieron. Así empezamos a publicar para Editorial La Urraca (revistas “Humi”, “Superhumor”, “Sexhumor”) y seguimos durante una década. Este año, la editorial La Comuna, editó aquellas notas, se cumplen cuarenta años de la aparición de la revista y treinta de nuestro último artículo.
6 — Un párrafo al menos sobre la radio, tu atracción por ella, tu condición de conductor de programas.
JG — Fui invitado como profesor universitario o como escritor a distintos programas radiales, y me gustó mucho el medio, desde hace más de quince años conduzco distintos ciclos siempre vinculados a la literatura, el humor, los reportajes a artistas. Quizás, ahí por el fondo, también acompañan esa atracción, el recuerdo de mis abuelos y luego de mi madre mientras hacía las tareas domésticas, todo el día junto a la radio, emisora de radioteatros, partidos de fútbol gritados y vertiginosos, música de otra manera inaccesible para esa época.
Además, para mí, cada experiencia vital se convierte en literatura, estoy en estado de escritura casi permanente. Por eso, mi paso por las radios siempre se ha transformado en episodios novelescos, tal el caso de los largos pasajes con el fútbol que aparecen en “Serial writer…”, donde hay una casta gobernante grotesca compuesta por los “metafísicos fulbólicos o pensadores balónicos”; la mayor parte de ese material surgió de mis parodias en el programa “Toda la delantera en orsái”, que consistía en hablar de libros como si se trasmitiera un partido, con cantitos de hinchadas, análisis sesudos de pavadas, estadísticas llevadas al absurdo.
A su vez, ese programa surgió como desarrollo de mi primera novela, así llamada. También sirvieron de fuentes los otros programas para algunas partes de mis relatos.
7 — ¿“Morir en el intento”, “dispensar confianza”, “poner lo que hay que poner” o “mirar de soslayo”?
JG — “Morir en el intento”, indudablemente. Una afirmación que detesto, visceralmente, reza: “es lo que hay”. Me parece la más penosa negación de toda lucha. No puedo desprenderme, al menos en eso, de mi condición de setentista. No proclamo que sea una virtud y reconozco que en algunos casos debería mirar para el costado, pero no puedo.
* Entrevista realizada a través del correo electrónico: en las ciudades de La Plata y Buenos Aires, distantes entre sí unos sesenta kilómetros, Jorge Goyeneche y Rolando Revagliatti, mayo 2018.