
La vicepresidenta ha decidido no enfrentar el intento de proscripción por parte de la Justicia y la derecha. No quiere ser presidenta. Busca que un nuevo desastre gubernamental de Juntos por el Cambio haga que una parte del establishment vuelva a buscarla.
Matías Rodríguez Ghrimoldi
matiasrodriguezghrimoldi@gmail.com
El presidente Lula Da Silva fue a prisión. Enfrentó el mismo lawfare que denuncia el kirchnerismo en Argentina. Una manifestación intentó que lo detengan y Lula se entregó. Después de una pésima gestión de Jair Bolsonaro que significó una catástrofe humanitaria en la pandemia, la misma justicia que lo apresó y los mismos políticos que impulsaron su encarcelamiento, lo empezaron a acompañar. Hoy Lula es presidente de nuevo.
Desde un punto de vista práctico, puede leerse como una hábil estrategia para sortear la voluntad del poder concentrado. Hoy Lula gobierna junto a Gerardo Alckmin, un antiguo rival político, que en otro tiempo impulsó el impeachment a Dilma y que es un fiel representante del empresariado más poderoso de Brasil. La empresa mediática más importante del país carioca, O Globo, que mantuvo años de férrea oposición al PT, hizo campaña por Lula.
Si hay una pregunta que debe ordenar esta columna es: ¿Cuál es el precio de que los ricos “perdonen” a un gobierno que se reclama como “popular”? Y más aún, ¿quién pagaría ese precio?
Desde este lado, Cristina ensayó una fórmula de compromiso con los poderosos en Argentina. Alberto Fernández, en otro tiempo, operador para Clarín, impulsor de la campaña de Sergio Massa y luego de Florencio Randazzo, que se alejó del Gobierno de Cristina por el conflicto con la Sociedad Rural, fue elegido para encabezar la fórmula con un tuit.
Cristina Kirchner entendió que las patronales industriales, rurales y mediáticas de este país no tolerarían a su Gobierno. Quiso mostrarles una cara más amigable a los mercados y al FMI. Hoy, esa a esa cara es a la que le dice que fue demasiado amigable con los mercados y que hace ajustes. A esa cara es a la que le dice que el acuerdo con el FMI pone de rodillas al país.
Cristina sabe que el próximo gobierno deberá profundizar ese ajuste que ella denuncia. Sabe que si antes había una deuda con el FMI para afrontar la deuda con los bonistas, ahora hay dos deudas con el Fondo para pagar los bonos en pesos. ¿Debería encabezar un gobierno para ser ella quien encabece la poda del gasto público y la entrega de nuestros recursos naturales para pagar el FMI cómo denuncia su hijo Máximo?
Todo indicaría que el kirchnerismo busca su Bolsonaro, su desastre que ocasione la vuelta al poder y la posibilidad de un acuerdo democrático amplio. Es como si el imperialismo representado en el FMI y la derecha local dijese: puedo sacarles reforma laboral, previsional, entrega de los recursos estratégicos con lawfare o incluso intentos de asesinato o lo que haga falta como en Bolivia, o tal vez me convencen y pactamos para que entreguen todo eso con un acuerdo de alternancia de poder.
Mientras tanto, el divorcio entre amplios sectores de la sociedad y el sistema político crece y es capitalizado por la extrema derecha. La izquierda trotskista pelea por conquistar una parte de ese fenómeno pero le cuesta. No se apoya en los prejuicios más básicos y retrógrados que despierta el resentimiento.
Por ahora la única alternativa de poder que tienen los trabajadores de cara a estas elecciones es el Frente de Todos. Lamentablemente la dirigente de esta coalición busca un nuevo “pacto democráticos”, un nuevo acuerdo con sectores del establishment, que contestando la pregunta iniciada más arriba, siempre lo terminan pagando los de abajo en forma de ajustes y deterioro de las condiciones de vida.
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