Hugo Lopez Carribero
Abogado penalista
La noticia conmocionó a la sociedad, cuando se supo que un adolescente de 16 años debió ser internado por el grave estado que fue generado por las quemaduras en un intento de robo. Esto ocurrió en Rafael Castillo, hace pocos días.
Franco González, la víctima del hecho, estaba solo en su casa de Rafael Castillo.
La mamá es docente, mientras que el padre había salido a hacer unas compras. Fue entonces que un hombre armado con un revólver entró y le exigió dinero o joyas.
En el hecho, que se encuentra en plena etapa de investigación, habría sucedido lo siguiente: el chico no le entregó nada al ladrón, por lo que se originó un forcejeo que terminó cuando el asaltante tomó una botella de alcohol, roció a Franco y lo prendió fuego.
El robo quedó en grado de tentativa, ó intento de robo que es lo mismo.
Ello por sí sólo es un delito.
Pero desde ya que lo más grave es el intento de homicidio que sufrió Franco, en una actitud miserable por parte del delincuente.
Muchas veces me he manifestado sobre la morbosidad del delincuente. Lo haré ahora también.
A veces me preguntan qué sensación me causa la muerte y el posterior descuartizamiento del cadáver. Esa pregunta tautológica, y por ende vacía de contenido, no merece para mí una reflexión atendible.
El descuartizamiento no representa ningún delito, salvo que lo realice una persona distinta al matador. Pero cuando el homicida despedaza el cuerpo de su víctima, nada dice para el mundo jurídico.
En efecto, hay casos en los que, sin llegar a la muerte, la problemática de la morbosidad se hace mucho, e infinitamente más compleja.
Y allí es donde me pregunto qué extraños pensamientos gobiernan los laberintos de algunas mentes.
Claro que son casos delictivos, como por ejemplo el de aquel sujeto que decide colocar una hoja de afeitar en el tobogán de una plaza, y observar desde cien metros a los niños cuando se deslizan por la tabla. Ese sujeto que contempla cada sufrimiento infantil con ojos de enamoramiento, los mismos ojos y la misma mirada húmeda del que presencia un nacimiento, con otros matices claro. Matices perversos, llenos de alevosía y ensañamiento.
Son, también, los mismos matices que saborean los que matan a través del suministro de veneno, cuando plácidamente observan que el líquido dañoso comienza mezclarse con el torrente sanguíneo.
Para entonces, la víctima ya no tiene posibilidades de sobrevivir, para ese momento sólo existe el futuro próximo de la agonía.
Pero, en este marco, resulta más perverso el caso en que el delincuente, valiéndose de un licuado de fruta, disimula la presencia de vidrio molido, con la de hielo también molido. Sirve el refresco, a su víctima, con la mirada de un padre complaciente. Con el rostro de una madre que se siente satisfecha por calmar la sed de su hijo.
Ese vidrio molido a los pocos segundos desgarra las viseras, provocando la más amable de las hemorragias.
Esa imposibilidad de percibir el sentimiento de culpa. La oportunidad de actuar sobre seguro, estableciendo centímetro por centímetro el más confiable estado de indefensión de la víctima.
Esa peligrosidad latente, que busca ser satisfecha en el momento y el lugar menos esperado. La criminalidad que nos pega a todos, y que rodea nuestras vidas, con personas que habitualmente consideramos normales, y posibles integrantes de la mesa hogareña en una cena de amigos, o al menos conocido.
Estos son los casos que me preocupan para la evolución de la especie humana. Para el tratamiento de los negros pensamientos. ¿De qué puede servir alarmarse por un cadáver descuartizado? después de todo ya no hay sufrimiento, ni conciencia en la víctima, ni alma dañada.