Por Carlos Matías Sánchez
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Casi tres décadas atrás, con la llegada al poder de Raúl Alfonsín, el pueblo argentino recuperaba nada menos que la democracia tan ultrajada a lo largo de todo el siglo. Un repaso al accidentado recorrido de este sistema de gobierno, el mejor, a lo largo de la historia de nuestro país.
Con “el padre de la democracia” los argentinos volvían a votar, la Constitución volvía a tener vigencia y las libertades podían ejercerse como antes de esos últimos setenta de sangre y fuego.
Aquel 10 de diciembre de 1983 quedó en la memoria de muchos que no sólo veían en aquel líder radical la restauración del sistema democrático sino también la “refundación” de la República, proyecto frustrado luego por múltiples factores.
Muchos de los jóvenes de hoy nacieron en democracia y no tienen (no tenemos) la experiencia de haber vivido en un régimen dictatorial, sin libertades, derechos ni garantías; sin Constitución ni ley que ampare. Para muchos de estos jóvenes, quizás, la democracia es algo natural, que les es dado, que siempre existió, y que incluso resulta inadecuada ya que permite el “libertinaje” de la protesta social, la militancia del “zurdaje” y otras expresiones de la conflictividad en la sociedad.
Sin embargo, la democracia en nuestro país no surgió en 1810 y se estableció para siempre.
Aunque parezca contradictorio, su defensa y recuperación implicó incluso acciones armadas, y su amplitud no fue siempre la que podemos visualizar hoy.
El primer hito en la construcción de la democracia en nuestro país puede remontarse a 1810, cuando, ante la amenaza del avance napoleónico, en Buenos Aires se depuso al virrey Cisneros, de escasa legitimidad, en favor de una junta cuyos miembros surgieron de una propuesta de los manifestantes de aquella plaza repleta de chisperos. Tiempo antes, como antecedente a este cambio, caracterizado por Norberto Galasso como esencialmente democrático, se había decidido la destitución del virrey Sobremonte y la asunción del héroe ante los ingleses, Liniers.
Diferentes intentos de gobierno se sucedieron hasta la caída de la autoridad central en 1820. En el contexto de las autonomías provinciales, la Buenos Aires de la “feliz experiencia” rivadaviana se dio una ley de sufragio ampliado, que, sin embargo, no permitía la expresión política de los sectores más postergados. Rosas, a partir de la década siguiente, se valdría de este sistema para legitimar su poder, que si bien terminó siendo casi absoluto, contaba con el apoyo de importantes sectores de la sociedad, tanto en las clases propietarias como en las subalternas.
Caído Rosas, luego de la década en que Buenos Aires se separó de la Confederación, se ensayó el modelo de “república posible” de Alberdi, artífice de la carta magna. Éste consistía en restringir la dirección de los destinos del país a una clase superior calificada para hacerlo, hasta algún día conseguir la “república verdadera” en la que todos pudieran participar.
En 1880, sin embargo, se instauró lo que Halperín Donghi llama con contundencia la “república oligárquica”, en la que una elite económica (por primera vez unificada a nivel nacional) ejercía el poder político y se mantenía en él digitando elecciones y sucesiones.
Alem y los primeros radicales apelaron incluso a las armas en reclamo del sufragio limpio, lo que por ese entonces era el reclamo democrático más significativo y fundamental.
En 1912, con la Ley Sáenz Peña de voto universal, secreto y obligatorio, la democracia en nuestro país dio su primer gran paso, y el acceso de un líder popular como Hipólito Yrigoyen no fue casual en ese contexto. Dos décadas después, y en medio de una crisis mundial, se restauró el régimen conservador, a través del primer golpe de Estado del siglo, una acción que se volvería costumbre para las Fuerzas Armadas argentinas. La “década infame” finalizó en 1943 con otra de ellas.
Paradójicamente, de las filas de los golpistas de 1943 saldría el general Juan Domingo Perón, ganador en 1946 de las elecciones más limpias y concurridas hasta el momento en nuestro país. Durante su gestión, los sectores populares se involucraron profundamente en la política, ejerciendo con libertad su derecho a votar a un candidato que los representaba y participando en el movimiento peronista, sus actividades sindicales y sus movilizaciones.
Pero también se sumaron, durante aquel primer peronismo, la otra mitad de la población dejada de lado: las mujeres, por iniciativa de Evita y su Partido Peronista Femenino (retomando la lucha de las mujeres socialistas), pudieron votar por primera vez en 1951, cuando Perón fue reelecto.
El infame golpe de 1955 inauguró dieciocho años de proscripción del movimiento nacional, sucesivos golpes de Estado y “planteos” militares, y débiles gobiernos civiles de escasa legitimidad manipulados por las Fuerzas Armadas. La acción política, sindical y guerrillera, con diversos métodos, ideologías y objetivos, desgastó a un régimen que allá por 1966, con Onganía, planeaba quedarse durante varias décadas en el poder, pero en 1972, con Lanusse al mando, se vio obligado a conducir a una salida democrática.
El 11 de marzo de 1973 el pueblo volvió a votar, pudiendo hacerlo por el peronismo, que con Cámpora con candidato logró una indiscutible victoria que le permitió volver al poder. Las internas en el movimiento y la opción del líder por una de sus corrientes terminaron con éste ejerciendo su tercera presidencia a fines de aquel año, secundado por la cuestionada Isabel. Fallecido Perón, su esposa se mostró incapaz de manejar la crisis social, política y económica, y luego del ocaso de López Rega se vio obligada a llamar a elecciones.
Elecciones que no llegaron a hacerse. Siete años de represión y ajuste para sentar las bases del orden neoliberal, continuado y profundizado en plena democracia por el reelecto Carlos Menem y Fernando De La Rúa, candidato del partido del “respeto a las instituciones”. Ya en el nuevo siglo, una nueva expresión del peronismo sería consagrada por el voto popular para gobernar tres veces.
A casi tres décadas, es necesario reflexionar sobre lo valioso de nuestra democracia, por la que tantos lucharon y sin la que tantos murieron; y que a pesar de los obstáculos de los impulsores de la dictadura del mercado y de lo que digan socios de ésta como Bartolomé Mitre, sigue avanzando, radicalizándose y ampliándose, algo que podemos ver en nuestros jóvenes ahora integrados al voto, y en la democratización de las voces en los medios. Sin embargo, nunca olvidemos que no habrá plena democracia hasta que no haya una absoluta igualdad de oportunidades.
Verdugos de los derechos humanos
– El relato oficial es correr con el discurso por un lado y caminar con los hechos por el otro. Chávez, Cristina, Correa, es un tándem que tiene como objetivo, consolidar lazos afectivos y solidarios con la cuna del terrorismo internacional: Iran. Además de las consecuencias internacionales, esta sociedad es maligna para nuestros pueblos y las consecuencias impredecibles. Las palabras de Correa, rayana en el antisemitismo y faltándole el respeto al pueblo argentino, son solo una muestra de tanto desatino populista.
Las palabras del presidente Rafael Correa no fueron absurdas, cuando minimizó los muertos de la AMIA, comparándolos con los bombardeos de la OTAN; es propio de la demagogia “antiimperialista” que atraviesa esta nueva generación de mandatarios populistas que, con Chávez a la cabeza, dicen defender los derechos humanos y se abrazan con Iran, el país terrorista más criminal del mundo, un nido de asesinos internacionales que deslumbran a quienes creen estar haciendo una revolución en América, cuando en verdad, la única revolución que libran es con la abultada fortuna que han amasado de espalda a los pueblos que gobiernan.
Buscar la amistad de Iran no es ser transgresor, es ser cómplice del terrorismo internacional. Así lo hace el presidente venezolano y lo siguen Cristina, Correa, mientras Evo Morales, a quien sus pares subestiman, tiene una visión un poco menos sesgada de lo que implica quedar radiado del mundo y hace equilibrio entre sus amigos y el desprecio internacional que causan estas alianzas.
Correa es fiel al pensamiento de los D`Elías, por ejemplo, de Hebbe de Bonafini y del gobierno nacional, que en vez de juzgar a los criminales de dos monstruosos atentados, como la embajada de Israel y la AMIA, llama a los autores del crimen para que le ayuden a buscar a los culpables (?). Y después la presidenta se llena la boca hablando de soberanía.
Países que se dicen defensores de los Derechos Humanos no pueden convalidar los crímenes de lesa humanidad que cometen gobiernos teocráticos como el de Irán o dictadores que han masacrado a su propio pueblo, como Kadafy, a los cuales los actuales presidentes del nuevo mundo, no dudaron en besarle el anillo, transformándose en ese preciso momento en verdugos de los DDHH.
No es solo contradictorio, sino hipócrita, demagógico y peligrosamente divergente de los principios que deben respetar los gobiernos democráticos, en estas nuevas naciones de América latina. Si sus gobernantes hacen empatía con el terrorismo internacional, nos llevan, como pueblo, a parecernos a ellos o ser cómplices; y en Argentina nadie quiere parecerse a Irán.
De ahí, a pesar que la prácticas neofascistas de estos gobiernos sudamericanos en contra de las libertades individuales, la libertad de prensa y el derecho a la propiedad, tengan alguna contaminación espiritual de la barbarie islámica que anula estos derechos básicos en sus Estados, hay un solo paso. Nuestros pueblos deben estar atentos. (Agencia OPI Santa Cruz)