Por Carlos Matías Sánchez
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Durante la formación de nuestro Estado Nacional cayeron en manos de capitales foráneos y fueron la llave de nuestro atraso. Hoy son operados por empresarios inescrupulosos y desentendidos de los intereses comunes de nuestra sociedad. La experiencia del primer peronismo es un faro al que debemos tomar como guía si queremos recuperar definitivamente soberanía.
Fueron el símbolo del “progreso” cuando nuestro país, dirigido por los brillantes presidentes liberales, se integró al “mundo”, es decir, al sistema capitalista internacional, como país subordinado, productor de materias primas y comprador de manufacturas foráneas.
Con inversiones nacionales pero luego controlado por representantes comerciales británicos, los ferrocarriles se convirtieron, sin embargo, en un factor primordial del antiprogreso de nuestra nación, tal como lo definiría el pensador nacional y popular que más aportes nos dejó sobre la cuestión, el brillante Raúl Scalabrini Ortiz.
“Pueden aislar zonas enteras, como las aislaron. Pueden crear regiones de preferencia como las crearon. Pueden aislar puertos como los aislaron. Pueden ahogar cultivos, como los ahogaron. Pueden elegir gobernadores, como los eligieron. Detener la industrialización de un país es una antigua política británica de previsión. El ferrocarril es su arma primordial, pues para eso fueron construidos”.
Diseñados a medida de los intereses foráneos, la estructura de la red ferroviaria argentina lejos estuvo de pensarse en función de los intereses nacionales, ni siquiera de ser una “red”; simplemente funcionó como un conjunto de vías en el que todos los caminos conducían a Buenos Aires, para dejar allí los productos agropecuarios destinados a la exportación y recibir e introducir en el país las valiosas manufacturas británicas.
Fue Hipólito Yrigoyen, líder popular y nacionalista, el que posó su mirada y dirigió sus acciones a fortalecer Ferrocarriles del Estado, empresa que como recuerda Scalabrini Ortiz, era tomada como ejemplo por los liberales y su prensa para demostrar la ineficiencia de lo estatal. Era la primera vez que un presidente “osaba” poner a una empresa estatal, y en especial los ferrocarriles, al servicio de un proyecto de autonomía e igualdad.
Fue en 1948 cuando la historia de nuestros ferrocarriles sufrió su más positivo quiebre. El modelo peronista iniciado pocos años antes se basaba en el control estatal de los resortes estratégicos de la economía. El Banco Central, el agua, el gas, el comercio exterior, los teléfonos, los depósitos bancarios, todo ello bajo control estatal; la cuestión de los ferrocarriles no podía quedar afuera.
Por un lado, un Estado que quería poner al transporte ferroviario al servicio del proceso de industrialización nacional; por el otro, una empresa que buscaba desprenderse de ese mismo sector, por no resultarle rentable, y lo demostraba con su falta de inversión. La negociación, llevada a cabo por el hábil ministro Miguel Miranda, se cerró a fines de 1947 en 2.029 millones de dólares, que si bien representaban una generosa cantidad para los británicos, finalmente fueron pagados con exportaciones nacionales. El 1 de marzo de 1948 se creó la empresa Ferrocarriles Argentinos.
La nacionalización fue el primer paso hacia el verdadero desarrollo del sistema ferroviario nacional, que se llevó adelante siguiendo objetivos de integración e industrialización, beneficiando tanto a los productores nacionales que de una vez por todas pudieron abastecer ese mercado interno en expansión, como a los trabajadores que día a día viajaban en él. En los primeros años cincuenta fue uno de los más importantes del mundo y, ante todo, un orgullo nacional.
Durante la presidencia de Frondizi, la aplicación del Plan Larkin dejó como saldo negativo la desactivación de varios ramales, a pesar de los reclamos obreros, y en sintonía con la expansión del transporte automotor. Una importante reorganización llegó a finales de los sesenta, pero la sangrienta dictadura cívico-militar iniciada en marzo de 1976 retomó la senda regresiva marcada por el Plan Larkin cerrando importantes ramales, como parte de la implantación inicial en nuestro país del modelo neoliberal.
La profundización de este modelo llegó en los tempranos noventa; en 1993 se cerró el proceso privatizador, otorgando la concesión de los ferrocarriles a diferentes empresas privadas, con la complicidad de los sectores más fuertes del sindicalismo y con la entrega de patrimonio nacional que toda privatización supone.
La desaparición de pueblos enteros y los despidos masivos fueron dos de las consecuencias más crueles de este proceso.
La fuerte inversión de los gobiernos nacionales a partir de 2003 y sus repetidos y parciales intentos de impulsar la recuperación del sistema ferroviario no pudieron contrarrestar la falta de inversión de los empresarios a quienes se les concedió el servicio y se benefició con subsidios.
Como tantas veces en la historia, la burguesía nacional demostró ser más burguesa que nacional. Para probarlo, basta conocer el testimonio de cualquier trabajador argentino que se ve obligado a utilizar al servicio. Ni qué decirlo para los familiares del medio centenar de víctimas que la desinversión y la falta de control de los organismos estatales dejó hace más de 90 días.
En un contexto tan complejo como el actual, donde los avances y posibles conquistas en el plano nacional se ven inevitablemente limitados por el desesperante contexto internacional, el derrumbe definitivo del discurso neoliberal, basado en la eficiencia, gestión y demás virtudes de lo privado, deja abierta una posibilidad imposible de desaprovechar para la recuperación de ese instrumento estratégico para el desarrollo y la equidad de nuestro pueblo. Demasiadas muestras de irresponsabilidad y codicia nos han dado ciertos empresarios, muchos de los cuales aún detentan concesiones es servicios públicos, como para volver a confiarles nuestros ferrocarriles.
Aquella red gigante de los cincuenta que unía y comunicaba todo el país y posibilitaba su crecimiento hacia dentro sólo podrá ser reconstruida con el esfuerzo colectivo y la decidida intervención del Estado.